Un pueblo que viene y va
Una tarde, una mujer le sonrió al marido y nosotros quisimos que el gesto nos incluyera a todos.
Esa tarde estábamos varios, aunque lejos de la superficie. La mujer llegó al río a lavar ropa, y el que fuera su marido, tembloroso, invisible, se le arremolinó en torno a un brazo. Eso lo hace siempre. Pero esta vez fue diferente, porque ella, sin dejar de restregar, sonrió. Y él, sospechando que ella había reconocido su caricia, recobró su propio nombre, «Alejo», y junto con él una añoranza de cuerpo. Y empezó a hundirse, porque así ya no podía flotar, y sin saber qué otra cosa hacer, se desvivió en figurarse que la saludaba. Y la mujer siguió sonriendo.
Eso, que habrá durado un instante, es para nosotros, Alejo incluido, una maravilla perpetua. Porque acá el tiempo es agua, ondulante e igual a sí misma pero inquietada por reflejos; y para cuando logramos hallar un consenso en el entresijo de remolinos, el asombro de Alejo se había vuelto el de todos, y también la ilusión.
Con, alrededor y dentro de nosotros, en parte dañándonos y en parte definiéndonos, en nuestro río hay pedazos. Sobre todo huesos, sí, pero también otras cosas: ropa, deseo, perplejidad, nostalgia, pelo, sed de venganza. Pedazos nada más. Y de pronto helos, henos ahí, reconocidos por alguien y casi despiertos, o al menos con ganas de abrir los ojos que ya no teníamos; pero como no teníamos, y no había en nosotros otra cosa que carencia, la quisimos semilla. La sentimos múltiple, anhelante, la apretamos en las no manos, nos la pusimos en las no lenguas. La pronunciamos. Tiramos al agua que nos gorjeaba alrededor nuestros grumos de nada, y lo único que logramos fue acobardar al tal Alejo. Porque al sentirse revolotear nuestra esperanza alrededor, ya no se sintió tan seguro. Perdió volumen y fuerza. ¿Y fue entonces, cuando comenzó a disolverse, que, aunque ya pareciera que no se trataba de él, la mujer sonrió? ¿O eso fue antes, o después? ¿Y cuál sería la diferencia? Creemos que ya dijimos que aquí el tiempo es agua.
Esa sonrisa nos cortó el no aliento. Nunca estamos todos, pero estuvimos de pronto, ondulándole cerca al temblor que se había llamado Alejo. ¿Y si ella nos hubiera sonreído a todos? Comenzando por él, claro, porque había sido su marido; pero, ¿por qué no también a esta anciana? ¿Y a este cura, o a estas tres monjas? ¿Y a estos abaleados, tantos de nosotros? ¿Y a estos niños? ¿Y a estas jóvenes, que somos la mayoría, casi todas con rabia, pero otras apenas el hueco que fue vientre? La mujer tenía que habernos visto, éramos tantos. ¿Quién la mandaba a sonreírnos y dejarnos turbados, más trémulos que de costumbre, capaces de imaginarnos hablando y a veces hasta respondiéndonos?
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Así que hablamos. A veces un momentico, otras por ratos, todos al tiempo. Qué es tanta tembladera; ni idea; qué irá a pasar ahora; por qué no intentar hablar, qué tal que alguien logre decirle una palabra con sonido a esa mujer. Qué estupidez, si es imposible que haya visto nada. Pero no, tiene que haber visto. Pero no a ustedes, solo a mí. Que se calle, deje hablar ahora que tantos podemos hacerlo. Venga y me calla. Malparido. Gonorrea. Hijo de puta. Y allá que esto, acá que lo otro; y el marido de la mujer, cada vez más rodeado, se fue deslizando atrás, alrededor o debajo, se esparció entre el cacareo y la zozobra; y cuando lográbamos sentir de forma más concreta algo que podía ser él, y le exigíamos que confesara cómo había hecho eso, lo negaba todo. No sé, no pregunten, no jodan, ni siquiera es verdad que sonrió. Yo solo quería saludar a Yeimy.
Yeimy.
Revueltos unos en otros, anudados por la corriente, el azar y un deseo tan intenso de volver que parecía capaz de coagularse en continuo pensamiento, supimos que se llamaba Yeimy; y, junto con su nombre, supimos también que llevábamos años jodiéndola. Que las cosas que recogía del fondo de vez en cuando eran los dientes, sin peso, pero aún brillantes, de varios de nosotros. Que lo que tarareaba a veces era esa canción que a tantos nos gustaba bailar, y que a fuerza de zangoloteos habíamos confundido con el agua al punto de que nadie que se bañara en el río podía dejar de oírla. Que cuando se bañaba, que no era a menudo, a veces daba un grito, corría y se escondía, porque alguno de nosotros la había manoseado; o se reía, porque otro le había hecho cosquillas; o lloraba, porque otro, a propósito o no, le había mostrado su herida, floreciendo en no sangre, no pus y no burbujas de mierda para ella. Y sí, nos habíamos olvidado de eso por tanto tiempo, pero no solo porque nos convenía. Éramos lo que éramos, ya nunca más un pueblo, nunca más hombres ni mujeres ni niños ni niñas; cabrilleo de resonancias que, sin ton ni son, tropezábamos por instantes y avivábamos chispas imposibles de voz, ecos de jirones de recuerdo…