Las trampas

Eric Stoynov

Llego a casa. Cuelgo las llaves, te beso y dejo el diario sobre la mesa. O no sé si primero dejo el diario y después te beso, no lo recuerdo un segundo después pero es lo mismo. Porque pongo mi boca en tu boca como poniendo algo en su lugar, con la misma voluntad con la que pongo las llaves en su sitio. 

Mi vista se pierde entre la cafetera, tus movimientos y la bolsa de verduras en la mesa. Estás por ahí, entre las cosas cotidianas, aunque casi ni veo tus bordes. Tu piel se mimetiza perfectamente con los colores de la casa, algo silencioso, como un río invisible, nos destiñe, estoy seguro. El agua hierve y tu brazo en la cintura forma un triángulo peligroso. Tu blusa entreabierta abre su boca, como una promesa lejana. Me mira, se burla de mí. Trato de mantenerme distante. Silbo como una señal de paz, de rendición. 

De la bolsa ruedan algunas manzanas, las acomodás para que no se vean las partes feas. Recuerdo que anoche escuchamos ruidos en la cocina. Repaso tu cuerpo en alerta. Tu jadeo inaccesible hacía tiempo. Tu hambre de refugio y mi presunción de caverna. Pienso en las partes podridas de los frutos y en tus maniobras inútiles para ocultarlas. 

Decís algo. Filtrás el café y por el mismo tamiz se destilan tus palabras. Me quedo con algunas, con lo importante. Que el correo trajo el sobre y que pierde de nuevo la tubería del baño. Lo anoto en algún lugar resbaloso. Ah, y que las ratas están de vuelta. Dejan huellas por todos lados otra vez. Que esta mañana limpiaste todo, que es un asco y yo no hago nada. Destrozos. Que ponga más trampas, que salió un nuevo tipo de cebo más efectivo, pero también un nuevo tipo de ratas. 

Llega el verano y es así, la casa se va llenando de roedores. Ahí viene uno. Nos está mirando. Este siempre viene a esta hora. Le gustan las horas delicadas. Anda por los tirantes como por los nervios sensibles de este lunes al mediodía. Me alcanzás la taza de café, estoy a punto de tomarla pero entonces la ves, pasa una sombra y te quedás petrificada. Ambos giramos. Se escurre por entre las patas de la silla hacia la habitación. Me mirás esperando que haga algo. La taza cae al suelo y se parte en pedazos que podríamos ser nosotros, pero no, todavía estamos a tiempo. Pegás un grito y te apoyás en mi hombro. Te subís a la mesa. Flexionás las piernas y te abrazás las rodillas. Hundís la cara y apoyás el mentón en los nudillos de tus manos. Siempre te dieron miedo las ratas. La mesa oscila. Y de pronto es la balsa de aquella vez en el río. La balsa en la que éramos tres. Aunque a veces pareciera que lo seguimos siendo. 

Inmediatamente recuerdo la humedad del pasto bajo los pies, corriéndote detrás. Juan con una rama y yo llevando de la punta de la cola una primitiva ofrenda para vos; la doncella imposible, entonces intocable. Puedo escucharte correr con ese mismo grito que el de ahora, mientras te refugiás en la mesa. Yo pienso que si no existieran las ratas, o si no te provocaran ese miedo instintivo, inventaría otros monstruos de los cuales protegerte. Te digo que es enorme, que no bajes de la mesa, que por el rosado feroz de su piel pareciera estar rabiosa. Y gritás más fuerte. 

 El río nos miraba crecer, con su silencio sospechoso, como de sacrificio. Como si hubiese estado desde siempre esperando un vencedor. Ya estábamos grandes para jugar. Juan, que avanzaba con flores, con cartas, con actos heroicos, nos dejó solos en el medio del verano ¿Y qué culpa tenemos nosotros? Si nos dejó una tarde en el río, a vos y a mí, que en esa época sentíamos que el mundo era nuestro.

Publicidad

A esa edad uno no pone un beso de la misma manera con que cuelga llaves. A esa edad uno busca trofeos para la vitrina de la memoria, a cualquier precio. Sospecho que fue por tu brillo que Juan se hundió sin pensar en el fondo del río a buscar la pulsera que torpemente dejaste caer por el borde. Sospecho también de tu vanidad de doncella que espera ofrendas para entregarse. 

¿Pero qué podía salir de aquellos cuerpos embriagados por el perfume del río? Expuestos a la juventud como a un sol salvaje. Nos recuerdo mecidos los tres por la canción del agua, como por la premonición de una perversa canción de cuna. Montados en el lomo del verano, nosotros, enlazábamos todos nuestros deseos en un cordón, que comenzaba a revelarse demasiado apretado para tres. 

Recuerdo tus ojos como la extensión del musgo resbaloso de las orillas. Como un lago dentro de otro lago en donde hundí mi deseó como una lanza, como un puñal por la espalda de Juan. Cuando él se sumergió, su ausencia, que supuse breve, fue como un látigo que me quemaba. Nos quemaba a los dos. Qué ganas de besarte tenía. Vos esperabas que regrese mirando el fondo desde el borde.

—¡No, no te acerques! Tiene garras enormes y los ojos rojos —te digo

—Por la boca le sale una espuma blanca, no te acerques.

Y te quedás sobre la mesa esperando que haga algo, que te salve, que salve la casa, y a nosotros.

Juan no regresó. Y nosotros nunca más volvimos al río. Aunque a veces, es como si volvieras sola. Sobre todo esas noches en que la distancia entre nosotros es como agua cristalina. Esas noches cuando te sentás a la orilla de la cama, como a la orilla de nuestra juventud y mirás la nada. Entonces es como si me traicionaras. Acá en este cuarto, alguien se ahoga. La culpa también puede ser un río. 

Acariciás tu perfil desierto y entonces es como si lo escuchara brasear, sueño que vuelve desde el fondo de los tiempos. No es fácil competir con alguien que nada en tu memoria, con el rostro por siempre soleado. Y joven. Sobre todo joven. Cuando estás a punto de zambullirte, cuando su mano temblorosa y blanca sale del agua nocturna para llevarte, suena el azote en la cocina. El latigazo mortal vibra por toda la casa. Otro roedor fue atrapado. Te volvés, te acurrucás. Te aprieto mientras la mano blanca vuelve a hundirse en el tiempo y vuelvo a ser una caverna en donde refugiarte. Y el agua oscura baja, y se desvanece, y estamos a salvo.

Pero otra vez se acerca el verano y es como si Juan volviera, y cruzara nadando el lago del tiempo. Con cada gesto me mira como a un traidor. Las joyas que no te di brillan en sus manos, con tu pulsera, cubierta de algas y de barro, delante de sus ojos de héroe. 

—¿La atrapaste? ¿Está muerta? —preguntás desde la mesa, apretando las piernas contra el pecho

—Quedate ahí. ¡No bajes! —te digo

Entro a la habitación, cierro la puerta y en seguida vuelve a sonar el gatillo metálico. Aunque no atrapo a nadie, me pregunto para quién son las trampas.

Giuliana Servidio

Giuliana Servidio (Buenos Aires, Argentina, 1991). Es profesora de Historia y hace varios años participa de un taller literario. Su cuento «La hora de la quema», fue seleccionado finalista del Premio Mujica Láinez de San Isidro.

Anterior
Anterior

El árbol de mamá

Siguiente
Siguiente

Encuentros con Seba Sánchez