Encuentros con Seba Sánchez

La primera vez que vi al Seba Sánchez mi mente estaba en otro planeta, que es como decir viendo las hojas de los árboles caer a través de la ventana del salón de clase. Entró acompañado de la directora, se sentó en un pupitre del fondo mientras la maestra o la directora, no recuerdo bien, lo presentaba. Terminaron de hablar y, premonitoriamente, sonó el timbre del recreo. Ya llevábamos tres meses de empezado el año escolar. Era la época en que hacíamos llorar desconsoladamente a las practicantes por sus dictados interminables. Si nosotros éramos unos demonios, Seba era algo más, algo difícil de describir en términos de maldad, tal vez porque era un seductor, tal vez porque su mirada alojaba un saber que solo se nos revela en la adultez o cuando estamos a punto de morir. O quizás, nunca. Su presencia estaba cubierta de un halo de misterio. Lo querían todos y a todos les caía bien. En sus inicios era el primero en levantar la mano a cada pregunta de la maestra y el primero en terminar las tareas. También era el primero en lanzar una goma, sacapuntas o papelito mojado propulsado por cerbatana de lapicera a la cabeza de alguno de los ñoños que se sentaban en los primeros bancos. Luego del primer mes empezó a pagarle a los compañeros más inteligentes y aplicados para que le hicieran los deberes. Yo no sé de dónde sacaba tanta plata para pagar en monedas, billetes o alfajores la labor de los compañeros. Era un animal jugando al fútbol, los cuatro meses que estuvo en nuestra clase no perdimos un partido contra el otro quinto. Hacíamos gran dupla en el patio de la escuela y aunque me desplazó como el mejor jugador de la generación, jamás sentí envidia por sus cualidades. Fue extraño, por esos tiempos desaparecían los útiles de las cartucheras. Tantos útiles como goles hacía Seba. Se dio la casualidad de que el último día que fue a clase le desapareció la billetera a la maestra. Era una hermosa mañana primaveral. Nunca se esclareció el tema. Con gran tristeza descubrimos días después que toda la clase lo había votado para ser abanderado.

En el segundo encuentro con el Seba Sánchez yo estaba con la vista fija en la cancha de tierra del Mauá. Era la época en que nadie de mi familia me acompañaba a las prácticas y partidos, a pesar de que hacía de a dos o tres goles por juego. Nos enfrentábamos a Los Magos y ahí mismo, en el círculo central, previo al partido se me apareció el Seba. Fue extraño porque el año anterior jugaba en el Cosmos Corinto, según lo que se decía en la escuela. Lo saludé amistosamente y me apretó la mano como hacían los adultos, para lastimar y reír. El Seba era capaz de la jugada perfecta, del caño humillante, de la gambeta al golero, de hacer un cambio de frente preciso, del tiro libre al ángulo. También jugaba con una brutalidad salvaje, era capaz de la patada artera, del codazo en la costilla, del escupitajo en la oreja o del insulto a un padre o madre del otro equipo. En nuestro primer y único enfrentamiento me hizo un caño que me dejó las piernas enredadas. En la siguiente jugada me corrió de atrás como un toro y se me tiró con las dos piernas impactando sus tapones en mi tobillo. El juez no lo expulsó a pesar de las protestas de la tribuna. Nosotros sabíamos que si el juez se metía la mano en el bolsillo trasero era la roja directa. Cuando amagó a sacarla, el Seba se le fue arriba tratando de impedir la expulsión con argumentos irrefutables de que había ido a la pelota, de que se tropezó con la cancha y un largo etcétera de bondades. Lo convenció. El partido terminó cinco a tres en favor de ellos. Mientras más festejaban los visitantes, mayor era el dolor de mi tobillo dentro del zapato. Por mucho que me molestara el pie y la derrota, quería saludarlo, pero cuando lo busqué con la mirada no estaba entre sus compañeros. Miré hacia la calle y lo vi correr con una botinera bajo el brazo por la esquina de Ramón Cáceres y Mauá. Soportando el dolor a cada pisada traté de seguirlo. Cuando dobló en Mauá, apuré el paso, tal vez pensaba que me la iba a agarrar con él por la patada. Cuando doblé la esquina ya estaba casi a mitad de cuadra, que en esa calle, es decir mucho. Con un dolor insoportable en el tobillo traté de alcanzarlo. Seba miró para atrás y corrió. Me costó horrores llegar a la esquina, por la subidita que conecta a Camino Castro, para comprobar que había parado el 183 Paso Molino cruzándose en la calle. Jadeando me quedé en la esquina mirando las ventanas del bondi. No podía creer que tuviera esa energía después de jugar todo el partido y meter tres goles. En parte me puse contento al comprobar que teníamos algo en común, nadie de nuestras familias nos iba a ver a los partidos. Cuando el bondi se puso en marcha, el Seba estaba parado en el fondo. Me miró sonriente y ya no me acuerdo si me levantó el dedo del medio, me hizo un corte de manga o se agarró los huevos. Lo que sí me acuerdo es que le leí los labios: «Puto». Durante semanas tuve el tobillo hinchado y las marcas de los tapones del Seba. En mi casa nadie se preocupó, tuve que procurarme el hielo y los analgésicos por mi cuenta. Es cierto que cojeaba y me era insoportable el dolor al dormir, pero estaba contento por ser mi primera lesión real y solo deseaba jugar la revancha contra Los Magos, para reencontrarme con él. Cuando llegó el día de la revancha el Seba no estaba. Le pregunté a un compañero de su equipo si estaba enfermo o le había pasado algo. ¿Seba Sánchez? Ese hijo de puta hace un mes no juega con nosotros. El último partido que jugó se afanó toda la recaudación de la cantina.

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En el tercer encuentro con el Seba Sánchez caminaba ensoñado de vuelta del liceo para mi casa. Era la época en que les pedía plata a mis padres para merienda o boletos y la gastaba en cigarros, vino o entradas a bailes. Venía distraído, hacía frío y yo estaba todo tapado por una campera que me quedaba gigante, heredada de mi hermano. Alguien me agarró del cogote y me puso una punta de algo en la espalda. Dame el celular o te exploto, sentí detrás. Yo revisaba en mis bolsillos cualquier cosa con tal de que me soltara. Estaba tranquilo, en mi ciudad era habitual que sucedieran cosas así. Cuando giré la cabeza para decirle que no tenía nada lo vi. ¡Seba! Vos no me vas a robar. Me miró incrédulo. ¡Andrés! ¿Cómo andas? Era una joda. Sonrió. No era una joda, pero no me importaba. Nos quedamos charlando un rato. La pistola era de juguete. Lo convidé con un cigarro y charlamos de boludeces. Apenas terminó de fumar se quedó con la vista fija en la vereda de enfrente, venía una viejita caminando con un bolso de mano. Tengo que seguir laburando, nos vemos, Andrés. Cruzó la calle. Yo seguí caminando, dejando a mi paso una línea de humo. No quise volver la vista atrás a pesar de sentir un grito.

El cuarto encuentro con el Seba Sánchez también fue en la calle. Venía caminando por la cuadra de mi casa con la vista fija en el piso. Era la época en que mis padres se habían separado y yo me había anotado en dos facultades. Ninguna de las dos me gustaba. No sabía lo que quería de mi vida. No sabía para dónde ir. El día estaba nublado. Desde lejos vi el semáforo en verde. Cuando llegué a la esquina me gritaron de un taxi. ¡Andrés! Levanté la mirada. Era el Seba, sacando media cabeza por la ventana. ¿Para dónde vas? Me preguntó. No sé, le respondí, demasiado tarde para darme cuenta de que era una respuesta sin sentido. Subí que te llevo, me dijo y volvió a meter la cabeza para adentro del taxi. Gracias, le dije, voy por la mía, no tengo apuro. Seguí diciéndole cosas que no recuerdo. Las primeras gotas de lluvia caían. El Seba tanteaba algo debajo suyo o a la altura de la cintura. Mientras le hablaba sacó una pistola, esta vez parecía de verdad. Apuntó a la cabeza del conductor e hizo la mímica de dispararle tres tiros a través de la mampara. La lluvia estalló y el Seba le dijo algo al tachero, que arrancó a toda máquina. Nos vemos, Andrés. Yo lo saludé con la mano. Estaba empapando la campera que heredé de mi hermano. Era la última vez que usaría esa campera. 

En el quinto encuentro con el Seba Sánchez iba con la mirada perdida en la ventana del bondi, volviendo del trabajo. Era la época en que me explotaban laboralmente pero no tenía nada mejor que hacer más que trabajar. Tenía novia, es cierto, pero no nos soportábamos. A los dos nos enojaban boludeces, por eso hacía lo impensable para llegar lo más tarde posible a mi casa. Ese día me había tomado un bondi hacia el Cerro cuando mi casa quedaba en Buceo. A mitad de viaje subió el Seba con un chaleco de una ONG de rehabilitación de drogas, llevaba para vender artesanías o lapiceras o estampitas no recuerdo bien. Las vendía a voluntad, aunque se notaba que le faltaba voluntad para vender y su cara era una estampita. Me alegré de verlo. Le compré lo que vendía y cuando cruzamos miradas se sorprendió. ¿Cómo andas, Seba? Le pregunté. No me llamo Seba, mintió, me estás confundiendo con otra persona, igual gracias por colaborar. Yo estaba seguro de que era él pero su respuesta no me entristeció. Me estaba protegiendo. Probablemente a alguna de las personas que viajaban en ese bondi le faltó la billetera un rato después…

Juan Andrés Silva Sapriza

Juan Andrés Silva Sapriza (Montevideo, Uruguay, 1991). Publicó su primer libro Cuentos del Deportivo Miguelete en octubre de 2022. En junio de 2023 le concedieron el primer premio de la 12va edición del concurso Tirate un cuento, con «La respuesta es una pregunta». En julio de 2023 el cuento inédito «La cancha inundada» fue seleccionado por El Otro Libro para ser publicado en su blog elotrolibro.com.

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