El árbol de mamá
En la casa crecía un árbol de naranjas. Su tronco se erguía como una espina dorsal desde el hueco en los mosaicos del patio; las hojas más altas rozaban el borde de mi ventana, lo que producía rumores nocturnos que me impedían el sueño. Las pocas veces que me atreví a estirar los dedos hacia sus ramas me arañaron las espinas, marcando mis yemas con pequeñas cicatrices blancas. Pese a ello, el naranjo se mantuvo siempre ajeno a mis calamidades a pesar de haberme herido no solo la piel, sino también la vida.
Mi madre solía presumir del árbol. Hablaba de él a los repartidores del agua, a los vecinos, a los clientes del puesto de jugos que atendía afuera de la casa. ¿Ya le he mostrado mi arbolito? ¿Ya vió cómo les gusta a los pajaritos que lo visitan? ¿Ya probó usted el juguito de mis naranjas? Aquella infinita lista de diminutivos plagaba su boca cuando se refería al árbol, siempre a él. Jamás dirigió sus elogios hacia mí. Dedicaba sus suspiros a admirarse de lo vivos que lucían los nuevos azahares y sus tardes a cortar las naranjas que colgaban ya maduras de los tallos. Lo cuidaba como a un hijo, y no solo eso, también lo poseía como las madres hacen con sus vástagos —o sus retoños, en cualquier caso. Yo me comparaba irremediablemente con el naranjo. Lo sentía como un habitante más de la casa: flaco y quieto como un mástil, pero su sonido y su aroma abarcaban cada recoveco. Yo añoraba que mamá pensase en mí como hacía con el más pequeño nudo del tronco. Qué distinta habría sido si mi madre hubiera abrigado mis días como los de ese naranjo.
Cuántas veces no intenté parecerme a él para atraer una mirada de ternura. No comprendía por qué mamá lo había preferido antes que a mí. Me paraba frente al espejo y en mi cuerpo de niña lo veía a él: mi piel era oscura como su madera, mis rodillas y codos tan rugosos que, cuando los tocaba con los ojos cerrados, imaginaba que pasaba un dedo sobre la corteza; mis brazos simulaban las ramas. Sin embargo, lo que nos hacía abismalmente distintos eran mis cabellos, ásperos y negros, que mamá tanto se esforzaba en aclarar con el jugo de sus naranjas. Untaba la pulpa tirando de mis mechones mientras me recriminaba por echar brotes como el pelo de una gata errabunda. Decenas de pequeños gajos agridulces quedaban adheridos a mi maraña de pelo. Después, mamá me dejaba secando al sol y yo me paraba derechita, tan derechita como el árbol, aunque mis pies ardieran, aunque llegaran las moscas y caminaran sobre mi cabeza con sus patas diminutas. Yo me aguantaba las ganas de espantármelas con las manos porque tenía que mantenerme quieta, impasible ante la inclemencia. Alguna vez llegué a llorar por la comezón de las mordidas en el cráneo; no volví a hacerlo después de los varazos que recibí con una rama del naranjo en la espalda. Uno tras otro. Uno tras otro, sin misericordia. Con cada azote surgía un alarido, hasta que el dolor me anegó con lágrimas la garganta y no pude gritar más. Algunas de las espinas se quebraron, incrustándose en los retazos de piel que se me desprendían como la cáscara de los frutos. Y luego, madejas de líquido rojo y caliente me dejaron pegajosas las piernas y la ropa manchada de óxido.
Sobra decir que mis cabellos jamás alcanzaron la claridad ni la lisura de las hojas.
Poco después empezaron las preocupaciones. Los años se habían llevado la lucidez de mamá, que de por sí fue siempre una vieja. Cada vez le costaba más sacar las cuentas del negocio de jugos. Juraba que los clientes le robaban, que se aprovechaban de ella por prieta, que porque así es la gente de mañosa, que ya ni porque uno está necesitado se tientan el corazón y andan por ahí zopiloteando el bien ajeno. Entonces comencé a atender el puesto afuera de la casa en lugar de ir a la escuela. Todos los días, desde antes que amaneciera, me paraba frente a la mesa con el mantel de plástico hediondo a fruta amarga. Partía en dos las naranjas y las exprimía con ambas manos en una jarra, y servía a hombres de camino al trabajo o a madres que habían olvidado el desayuno de sus hijos.
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Una mañana, uno de aquellos señores se acercó a la mesa riendo por el teléfono y pidió un vaso que se bebió ahí mismo. Me extendió un billete y antes de que pudiera darle su cambio se subió a su camioneta y arrancó aún distraído en la llamada. Palpé el dinero en mi mano: con él podría elegir varios de los nuevos esmaltes de uñas que había visto en el mercado y que mi madre no había querido comprarme. Había dicho que a los clientes les daría asco tomar jugo exprimido por las manos de una golfa. Decidí cobrar lo correspondiente y guardarme el resto en los calzones. No sabía que mi madre me vigilaba desde la ventana y que en unos segundos saldría azotando la puerta, gritando todo lo zorra y rastrera e inmunda que yo era, y que a fuerza de zarpazos me desnudaría en la calle para sacarme el dinero de la ropa interior. Entonces los vecinos se asomaron desde sus casas atraídos por mis aullidos de perra. Y nadie detuvo a mamá. Quedé ultrajada, a media acera, almibarada en naranjas, con rasguños que llegaban hasta mis tobillos.
Poco a poco los clientes dejaron de aparecer, no por el rumor que se corrió de aquel incidente, sino por el timo que comenzamos con los jugos. Pero es que por esos días las cosas rodaban por un abismo. El árbol había dejado de dar la enorme cantidad de frutos con los que antes manteníamos el puesto; mamá se rehusaba a comprar naranjas en otro lado —aunque tampoco alcanzaba con tantas rentas atrasadas. Entonces me exigió que llenara con agua la mitad de las jarras de jugo para hacerlo rendir. Su estrategia obró contra ella, pues los clientes se quejaron del jugo rebajado, al punto de escupirlo frente a mí, y huyeron como el agua entre las raíces…