El perro

Jason Richard

Despertaron sobresaltados. Un perro ladraba fuera de la casa. Según Juan, borracho de sueño, debía de estar subido a la piedra, reclamando el patio como su territorio. Nicolás soltó un gruñido, salió de la cama, fue hasta la puerta y gritó: «Ándate, perro». Solo alcanzó a oír el ruido de un animal escabulléndose entre los arbustos.

Temían por las crías de la Cornelia, que para entonces tendrían entre dos y tres meses. La madre era una gata feral que rara vez se dejaba tocar y solo cuando abrían la puerta de la cocina se asomaba a pedir comida a punta de maullidos. Aunque era blanca y negra, sus crías habían nacido grises y pardas. Solo un par de veces habían logrado verlas de lejos, arracimadas debajo del auto, visión que bastó para que se encariñaran con ellas.

Cuando Nicolás volvió a la cama, Juan se había incorporado y miraba su celular con atención desmesurada. Juntos vieron las fotos de un auto al que le habían escrito con spray: «Váyanse de aquí, cuicos culiaos». Era el auto de los padres de un amigo de ambos, una pareja mayor que vivía en las cercanías del pueblo desde hacía veinte años.

Tomaron desayuno con el ánimo sombrío, el mismo que los acompañaba desde el inicio de la epidemia. Afuera campeaba la neblina. Nicolás sintió que las nubes de algún modo los protegían de la desnudez de sentirse intrusos en su propia casa. El día anterior el alcalde había llamado a que la gente denunciara a quienes estaban ocupando su «segunda vivienda». Ellos habían llegado tres meses antes, pero habían pasado a ser sospechosos como todos los demás afuerinos.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Nicolás, amedrentado por el duro ceño de Juan.

El arco de la frente y los pómulos abultaban su rostro joven. Y en el centro, desde el fondo, furtivos, asomaban sus ojos verdes casi siempre dulces, menos en situaciones como aquella, en que acumulaban una agresiva mezcla de miedo y rabia. Nicolás sabía que su marido no era hombre al que le resultara fácil tolerar la incertidumbre.

—No tenemos nada que hacer —dijo Juan—. Porque no nos vamos a ir, ¿o sí?

—No pueden obligarnos —respondió Nicolás con el tono de voz apaciguador que empleaba cuando Juan entraba en ese estado. Sabía que sus reacciones podían volverse impredecibles.

—Pero si vienen a gritarnos que nos vayamos, capaz que seamos nosotros los que nos queramos ir.

—¿Estaríamos más tranquilos en Santiago que aquí?

—No creo. No pueden echarnos, en cambio allá sí podríamos contagiarnos.


Como cada mañana, los dos salieron a caminar al cerro que se levantaba delante de la casa. Juan tomaba un sendero en constante ascensión hasta prácticamente alcanzar la cima, mientras Nicolás prefería un sendero menos exigente que subía en curvas suaves, más acorde con su edad. Tenían veinte años de diferencia.

Pasaron el resto de la mañana cada uno en su escritorio. Nicolás era guionista y Juan ilustrador. Podían realizar su trabajo a distancia sin problemas. Durante el almuerzo, Nicolás le propuso a Juan que pintara un aviso que dijera: «Cuidado con el perro».

—¿Pero de qué serviría?

—Si vinieran a pintarnos el auto o a insultarnos, es posible que lo piensen dos veces y elijan otra casa.

Con los años, Nicolás había adquirido ciertos rasgos obsesivos y no abandonaba un asunto que lo inquietara hasta verlo resuelto o medianamente bajo control. No querían irse, pero no tenían cómo defenderse ni tampoco podían reaccionar a palos. La inocente mentira de la presencia de un perro bravo podría brindarles cierta protección. Por la tarde, buscó en la bodega un tablón de madera lo suficientemente grande como para acoger un llamado que fuera notorio incluso en la oscuridad. Eligieron una pintura acrílica blanca brillante que Juan usaba a veces para sus bocetos. El cartel estuvo listo poco antes del anochecer y, con ayuda de un par de alambres, lo instalaron sobre el portón.

Mientras tomaban una copa de vino antes de irse a acostar, Juan se rio de las ideas infantiles de su marido. Nicolás le respondió que se le notaba en la cara y en los gestos que se sentía más tranquilo con el cartel puesto.

Por la mañana, Juan se apresuró fuera de la casa para ver si le había pasado algo al auto. Nicolás en cambio se demoró en la cama, como casi todos los días. De pronto oyó a Juan llamarlo, ven, con una voz desconcertada, ven, no la que habría empleado si lo hubiera encontrado pintarrajeado.

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Nicolás salió al patio con ese talante que oscilaba entre la donosura y el desgarbo. No se dio cuenta de lo que había ocurrido al primer golpe de vista. Juan estaba del lado opuesto del auto. No fue hasta que llegó junto a él que se encontró con el remate de goma dura de uno de los tapabarros delanteros arrancado de cuajo. También había esparcidos en el suelo restos del fieltro grueso con que estaba sellado el chasis.

—Qué cosa tan extraña —dijo Nicolás con esa cara que se llenaba de filos y arrugas cuando se sentía contrariado.

—Fue un perro —dijo Juan—, quizá para comerse a los gatos. Yo creo que duermen debajo del auto.

—La carrocería tiene marcas de colmillos en las puntas, como si hubiera querido comerse también el auto.

Con la ayuda de un resto de alambre que les quedaba, volvieron a poner el tapabarros en su lugar. Esa noche hablaron poco durante la comida y se acostaron temprano.

Nicolás despertó asustado porque creyó oír el gruñido de un perro.

—Oye, oye, Juan...

Juan levantó la cabeza de la almohada, pero solo los alcanzó el vacío de la noche. Finalmente volvieron a quedarse dormidos con Juan abrazando a Nicolás para calmarlo.

Apenas despertó, Nicolás salió al patio. Dio un grito para llamar a Juan. Se encontraron con más trozos de fieltro repartidos por el suelo y la caja donde se fijaba la patente delantera, caída. Más huellas de perro podían apreciarse en el maicillo y el otro tapabarros también había sufrido el ataque del perro.

—Parece que es más que un perro, mira, hay muchas pisadas.

—¿Pero qué hacemos?

—Cámbialo de lugar, quizá los gatos se extrañen y no se metan debajo.

Mientras escribía una escena en que la antagonista revelaba sus intenciones, Nicolás vio un perro grande alazán pasar por delante de su ventana. Fue tan inesperado y tan rápido que no le dio tiempo de llamar a Juan para que lo viera. Decidieron dejar encendidas las luces exteriores de la casa y sacaron a la terraza uno de los focos que usaba Juan para pintar, alumbrando en dirección al auto.

A la mañana siguiente el perro había logrado descuajar el parachoques, que yacía en el suelo como si estuviera haciendo una mueca y también había roto la mascarilla, dejando el radiador expuesto. Hacía días que no veían a las crías y la gata Cornelia se mostraba aún más huidiza que de costumbre.

Ese día no pudieron trabajar. Cada uno buscó la manera de llenar las horas. Se cruzaban en la casa y ni siquiera levantaban la vista para ofrecerse un gesto de cariño. Comieron en silencio. Intentaron ver una película, pero al rato la abandonaron y desaparecieron cada uno en su teléfono.

Ante la posibilidad de que establecieran una cuarentena general, decidieron hacer una compra grande en el almacén, la carnicería y la farmacia. Por si los llegaban a controlar carabineros, pusieron la patente encima del tablero. El auto sonaba distinto al andar. Primero fueron al almacén. Recorrieron los tres pasillos con lentitud para reconocer aquellas cosas que pudieran necesitar. No llevaban mascarillas porque al llamar a la farmacia les dijeron que estaban agotadas. Solo había una pareja más comprando, pero estaba claro que no tenían conciencia de que debían mantener distancia y se cruzaban delante de ellos con cierta insolencia. «Estos cuicos se sienten dueños del mundo», pensó Nicolás para sí, aunque él también fuera uno de ellos. La segunda vez que la mujer les pidió permiso para alcanzar un tarro de café, Nicolás le ladró. La mujer echó el cuerpo hacia atrás como si hubiera recibido un golpe. Giró la cabeza en busca del apoyo de su acompañante, pero él estaba concentrado en elegir alguna clase de queso. Los vieron cuchicheando después y la mujer miraba con desafío, diciéndole al hombre con un gesto que estaban locos. Fue entonces que Juan también ladró, varias veces seguidas, ladridos que brotaban roncos de su garganta. Al ver que la pareja dejaba abandonado su carro y salían dando voces, Nicolás soltó una risotada y Juan se contagió. Vieron al cajero asomar la cabeza hacia el pasillo y más risa les dio. La compra resultó lenta de pasar por la caja. Llenaron un carro entero de supermercado. Mientras el detector de código de barras lanzaba su pitido a intervalos regulares, un hombre sucio y murmurante se acercó al mesón y puso una caja de seis cervezas sobre la cubierta metalizada. Nicolás y Juan se replegaron.

—Quiero pagar. Si los espero a ellos no salgo más de aquí —dijo con la mirada turbia.

—Sí, pague no más —dijo Nicolás.

—Lo siento, pero no puedo interrumpir la compra a la mitad, tiene que esperar —dijo el cajero.

El hombre se balanceó en torno a su eje y luego soltó un eructo resonante.

Juan tomó a Nicolás del brazo, la manera que tenía de pedirle que no fuera a reaccionar, que se quedara callado, que no insistiera, pero Nicolás no tenía ninguna intención de hacerlo. Estaba poseído por el miedo a la condena de la gente del pueblo. Imaginaba que ese hombre podía ir a desalojarlo de su casa.

—Cierre la compra como está, le pago esta parte, le cobra al caballero y después seguimos con lo que falta.

Salieron del almacén con una sensación de cansancio que los hizo abandonar la idea de ir a la farmacia. Los antidepresivos de Nicolás estaban por acabarse, pero tenía para dos días más.

Al llegar a la casa se desinfectaron las suelas con una botella de Lysoform, se sacaron la ropa en el patio y fueron a ducharse. Ya vestidos de nuevo, metieron la ropa a la lavadora y después se lavaron las manos con prolijidad.

La limpieza de todo lo que compraron fue una faena igualmente agotadora. Limpiaron cada paquete con toallitas desinfectantes y echaron la fruta y la verdura en agua con cloro. Los huevos los lavaron con lavalozas. Luego pusieron todo al sol para que los químicos se evaporaran. Cuando terminaron de guardar, se echaron en el sofá y vieron Espartaco, con Kirk Douglas. Ni la épica de la película pudo sacarlos de su abatimiento.

Juan casi no durmió. Sentía ladridos venir de lejos y de cerca, y cada uno lo sobresaltaba. Todo esto lo supo Nicolás al día siguiente, porque se había tomado doble ración de su ansiolítico para olvidarse de lo que estaba pasando.

Esa tarde irían a la farmacia. Hicieron una lista para que no les faltara nada. Comprarían la cantidad suficiente para no tener que regresar en dos meses. Nicolás necesitaba dos remedios para la hipertensión, otro para el asma, otro para la alergia, además del ansiolítico y el antidepresivo. Tenía que comprar una crema para la rosácea y otra para la dermatitis seborreica. Juan necesitaba un puff para su rinitis crónica, un bloqueador para que el sol no le quemara su piel tan blanca y tres o cuatro remedios que funcionaban en conjunto para prevenir sus brotes alérgicos. Necesitaban también shampoo, jabón, hilo dental, paracetamol y crema humectante. Si les daba el tiempo, pasarían por la carnicería.

Cuando llegaron, había cuatro personas esperando. Solo podían entrar dos al mismo tiempo, cada una ante una caja. Tomaron número y esperaron su turno lo más lejos posible del resto. Cuando Nicolás entró, ya había más gente esperando. Le tocó en la caja que estaba justo frente a la entrada. Una señora bajita de cara redonda y dulce lo atendió. Fue pidiendo los remedios, pero pronto se dio cuenta de que la señora no sabía dónde estaban y tenía que preguntarle cada vez a su molesta compañera en qué repisa podía encontrarlos. La espera se fue haciendo penosa. El sistema también se demoraba en el registro. Nicolás no quería darse la vuelta hacia la puerta para no tener que enfrentar la mala cara de las personas que estaban afuera. Ya llevaba por lo menos veinte minutos ahí. Sonó una llamada de su celular, pero no la tomó, para no traspasar los posibles gérmenes del mesón que había tocado en un descuido.

Afuera Juan veía con preocupación que la gente se iba molestando más y más. Hablaban fuerte sobre el abuso de ese que estaba dentro, que todos necesitaban comprar. Ya se acercaba la hora del cierre. Se espoleaban el enojo entre ellos y uno de ellos gritó: «Deja algo, hueón». La gente se rio y volvió a protestar. Juan llamó primero y luego le envió un mensaje: «Ten cuidado, te van a funar».

Al salir, Nicolás cantó el siguiente número. Una mujer vieja, con un cuerpo pequeño, pero fuerte y nervudo, lo interpeló:

—No podís demorarte tanto pos, hueón.

Mantenía su rostro curtido adelantado hacia él, como si quisiera morderlo con su protesta. Los demás corearon quejas de apoyo.

—Qué quiere que hiciera, señora, estaba lento el sistema y la cajera no sabía dónde estaban los remedios —contestó iracundo, impulsado por el sentimiento de culpa que lo embargaba. Juan observaba la escena a unos tres o cuatro metros de distancia.

—Todos necesitamos comprar. Si te vai a comprar la farmacia entera anda a otro lado —le espetó la mujer. Un par de hombres se acercaron amenazantes.

—¿Dónde más quiere que compre, señora? —dijo Nicolás conteniéndose apenas para no gritar—. Soy enfermo crónico y esta es la única farmacia del pueblo. Vivo aquí igual que usted.

—Qué vai a vivir aquí, vos, cuico culiao. Ándate a Santiago.

El resto de la gente comenzó a gritar:

—Ándate, ándate, cuico culiao.

Uno de los hombres empujó a Nicolás. Juan saltó dentro de la escena y se puso a ladrar. Nicolás lo imitó. Algunos los miraron atónitos, pero la mujer se adelantó y mordió a Nicolás en el brazo con el que cargaba la bolsa. Los remedios se esparcieron por el suelo. Juan mordió a la mujer en el hombro y el grito que ella lanzó produjo una trifulca de golpes, patadas, ladridos y mordiscos. Juan y Nicolás lograron salir de ahí corriendo, se montaron en el auto y arrancaron mientras recibían patadas en las puertas y golpes en los vidrios.

Sentados dentro del auto a las puertas de su casa, ambos temblaban. A Nicolás le sangraba el brazo donde había recibido la mordida y creyó que le habían roto algún hueso del pie con un pisotón. Juan tenía un ojo hinchado y dos mordidas en la espalda.

—No creo que podamos quedarnos —dijo Nicolás.

Juan solamente asintió.

Se sacaron la ropa como habían planeado y la pusieron dentro de la bolsa de basura que habían dejado en la entrada. Se ducharon, se limpiaron las heridas el uno al otro, hicieron las maletas lo más rápido que pudieron, sacaron algunas cosas de la cocina y llamaron por teléfono al cuidador del vecino para pedirle que alimentara a los gatos. A medida que las heridas y las contusiones se fueron enfriando, el dolor les recorría el cuerpo en raras sincronías. Una rodilla se unía con el hombro lejano para pulsar al mismo tiempo. Nicolás ya cojeaba ostensiblemente y Juan se llevaba la mano a la espalda una y otra vez. Tenían miedo de que los controlaran en el camino y que les pasaran un parte por no llevar la patente en su lugar. Llegaron a Santiago de noche. El departamento había sido invadido por el polvo. No tuvieron ánimo para limpiar. Hicieron la cama y se acostaron después de curarse las heridas con yodo. No se abrazaron. Les dolía el contacto. Esperaron a que les llegara el sueño, pero los ladridos de la ciudad no los dejaron dormir.

La comuna donde ellos vivían entraría en cuarentena dos días después, así que decidieron apertrecharse tanto en la farmacia como en el supermercado. Los servicios de despacho estaban colapsados. Se repartieron la tarea. En ambos lugares las filas resultaron extenuantes. A Nicolás le tomó tres horas entrar al supermercado. Cada vez que veía a alguien acercarse por el pasillo dejaba el carro y esperaba que pasara. Un tipo cruzó delante de él con el celular en el oído, hablando y tosiendo, perdido en ese lugar que parecía resultarle extraño. Había muchos anaqueles vacíos. La última vez que Nicolás había enfrentado una situación de escasez había sido para el terremoto de Maule. Pudo comprar algunos trozos de carne, aceite de oliva, arroz, tallarines, vino. Pero no consiguió papel para el baño ni toalla Nova, ni menos desinfectante o alcohol gel.

Después de reunirse en la casa y desinfectar todo, se abrazaron. Nicolás estuvo a punto de llorar y Juan se rio de él por su sentimentalismo. Que Nicolás llorara no significaba mucho porque lloraba por cualquier cosa. Gracias a que habían sido previsores en el almacén del pueblo y que Juan pudo conseguir la mayoría de las cosas en la farmacia, podrían pasar al menos un mes sin salir.

Pablo Simonetti

Pablo Simonetti (Santiago de Chile, Chile, 1961). Ingeniero civil por la Universidad Católica, obtuvo un magíster en Ingeniería Económica por la Universidad de Stanford. A partir de 1996 se dedicó en exclusiva a la literatura. Al año siguiente obtuvo el primer premio en el concurso nacional de cuentos Paula, con el más afamado de sus relatos, «Santa Lucía». Este y otros cuentos se reunieron en Vidas vulnerables (1999), Mención Especial del Premio Municipal de Santiago. En 2004 publicó su primera novela, Madre que estás en los cielos, que ha sido traducida a varios idiomas y ha llegado a ser una de las tres más vendidas en Chile de los últimos diez años. En 2007 presentó su novela más popular, La razón de los amantes. La barrera del pudor (2009) y La soberbia juventud (2013) fueron publicadas en América Latina y España, ambas con una entusiasta recepción por parte de la crítica. Su último libro es Los hombres que no fui (2021).

https://twitter.com/pablosimonetti
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