¿Queda lugar para el asombro?

Julius Drost

Siri Hustvedt iniciaba su discurso en la entrega del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2019 diciendo que «de pequeña solía maravillarme ante cosas corrientes. Un tenedor encima de la mesa o una flor en un jarrón de repente adquirían la extraña cualidad de un misterio metafísico. Ver a mi hermana lamer un cucurucho de helado me llevaba a pensar en lo raras que eran las lenguas humanas, con sus bultos y el surco en el centro». La escritora estadounidense nos revelaba así cómo el extrañamiento ante el mundo que la rodeaba había sido el germen de su mirada literaria. Y aquí decimos mirada en el mismo sentido que Berger cuando afirmaba que la vista llega antes que las palabras y que el niño mira y ve antes de hablar; que es la vista la que establece, antes que nada, su lugar en la realidad circundante y que las creencias son las que modifican el modo en el que vemos las cosas. Luego también, se entiende que los niños, menos condicionados que los adultos, sean más proclives a esa primera fascinación. Que mantengan intacta esta capacidad que, como pretendo abordar aquí, hasta ahora es condición de lo humano. Porque lo que sin duda nos dejó claro Siri Hustvedt en su discurso es que, para ella, en el principio fue el asombro.

            Y yo me pregunto: ¿corren buenos tiempos para este asombro? ¿De dónde procede este fenómeno y cuáles son las condiciones para que exista? Lo cierto es que estamos continuamente expuestos al consumo de experiencias, seriadas y equivalentes de un consumidor a otro, dentro y fuera de las pantallas; nos movemos en entornos herméticos y cuidadosamente predefinidos, también cuando viajamos y sabemos exactamente qué vamos a ver antes de visitar el destino (lo que, paradójicamente, impide entonces la mirada); experimentamos a menudo el tedio de la saciedad ante la estratégica saturación de estímulos que nos mantiene acelerados, inatentos y, como veremos, en gran medida adictos al chute de dopamina que nos genera la tecnología en la era de la economía de la atención; y tratamos de esculpir modelos computacionales para que analicen, filtren y generen la ingente cantidad de información circulante que hace tiempo que dejó de ser humanamente procesable. ¿Pero podrían estos modelos computacionales llegar a fascinarse? ¿Es el asombro una capacidad trasladable a la Inteligencia Artificial? ¿Por qué habría de ser interesante transmitirla? Son estas las incógnitas alrededor de las que me propongo reflexionar ahora.

 

Un cuerpo para el asombro

Mencionaba a Berger para indicar que para el niño la vista precede a la palabra en su composición del mundo. Que el ojo es el órgano fundamental para la mirada y, finalmente, la experiencia estética. Y es que esta no puede ser desligada nunca de la experiencia sensorial. Para sentir asombro necesitamos un cuerpo. Un cuerpo, además, que, en el trance erótico y místico, ese «instante en que zozobran las potencias del ser», que diría Bataille, se ve rebasado. Y es que esa experiencia stendhaliana de desbordamiento es la que nos da acceso a lo sublime. El desarme humano ante la belleza. Ante el comienzo de lo terrible que todavía somos capaces de soportar, en palabras de Rilke. Por ello, el asombro es, hasta la fecha, un fenómeno propio de lo humano, pues requiere de una conciencia de finitud. Solo es posible para quienes son conscientes de su propia muerte y se extasían ante aquello que los trasciende.

            Las cualidades que ha de tener aquello que nos lleva a una experiencia estética de este tipo son, a menudo, difíciles de enunciar, precisamente por las propias limitaciones del lenguaje para referir algo por definición inefable. Lo intentó Nietzsche en su análisis de la tragedia griega al mentar el equilibrio de fuerzas entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Y se aproximó, en un sentido más contemporáneo, el arquitecto Christopher Alexander al hablar de una cualidad sin nombre que da forma a un modo atemporal de construir, a la cual «no es posible darle nombre porque es radicalmente precisa. Las palabras fracasan al intentar capturarla, ya que es mucho más exacta que cualquier palabra». Una propiedad, por tanto, que no es cuantificable sino solamente experimentable a través de la sensorialidad y la sensibilidad.

 

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Y esto nos plantea el primer gran problema a la hora de entrenar la Inteligencia Artificial Generativa que nos servirá como herramienta para descifrar el mundo actual: no podemos traducir en datos, digeribles por nuestros modelos computacionales, esta cualidad sin nombre. ¿Por qué no? Parece evidente, pero, para saberlo con exactitud, detengámonos un instante a observar cómo es el acceso a lo que llamamos el conocimiento de las Inteligencias Artificiales.

Los algoritmos se basan en modelos de aprendizaje automático Machine Learning para, a partir de su entrenamiento, crear resultados totalmente nuevos. Un aprendizaje que es posible con tecnologías como el Deep learning, el aprendizaje por transferencia o las incrustaciones de palabras (en las que los datos son representados como vectores numéricos). La Inteligencia Artificial Generativa se alimenta, por tanto, de los ingentes volúmenes de datos —en tal cantidad que ya no resulta útil expresarla en parámetros humanamente comprensibles— que se crean cada día a partir de mensajes de texto, de publicaciones en redes sociales o de correos electrónicos, entre otros muchos elementos cotidianos. Pero, para que la Inteligencia Artificial Generativa pueda digerirlos, los datos de entrenamiento y validación deben transmitirse de manera estructurada. Se emplea para ello un formato ligero de intercambio de datos que sea fácil de leer y escribir para los humanos y fácil de analizar y generar para las máquinas, como, por ejemplo, JSON. Los datos de entrenamiento pueden ser así sucesivamente perfeccionados y le son transferidos a la IA en un formato como este: {"prompt": "<prompt text>", "completion": "<ideal generated text>"}. Más tarde, la Inteligencia Artificial Generativa podrá extraer información de grandes volúmenes de datos para crear almacenes de conocimiento indexado, lo que se conoce como minería de conocimiento. Así pues, si empleamos este modelo para conocer la noción de un intangible como «el asombro» que tiene la IA y le pedimos, por ejemplo, a ChatGPT que nos genere un JSON clave valor con tres sinónimos de asombro y su definición, obtenemos este resultado: 

{

  "asombro": {

    "sinonimos": ["maravilla", "sorprendente", "estupefacción"],

    "definicion": "Sentimiento de sorpresa y admiración causado por algo extraordinario, inesperado o grandioso."

  }

}

Del mismo modo, si le preguntamos a ChatGPT «qué es para ti el asombro», nos da una definición acorde a su entrenamiento: «para mí, el asombro es una poderosa y enriquecedora emoción que surge cuando nos encontramos con algo que nos desafía, nos maravilla o nos deja sin palabras. Es la experiencia de estar frente a lo desconocido, lo extraordinario o lo hermoso, y sentir una mezcla de sorpresa, admiración y fascinación». Todas ellas cuestiones que la Inteligencia Artificial solo puede limitarse a describir desde un punto de vista técnico y, si acaso, conceptual, pero, por supuesto, nunca experiencial…

Nerea Pallares

Nerea Pallares (Lugo, España, 1989). Escritora y periodista, Máster en Estudios Comparados de Literatura, Arte y Pensamiento por la Universitat Pompeu Fabra, autora de Los ritos mudos (Turbina Editorial, 2022; InLimbo Ediciones, 2021) y Sidecar (Ed. Oblicuas, 2015). Sus textos han sido recogidos en antologías como Ellas, las extrañas y Pena Negra y publicados en revistas literarias como Granta y Quimera. Ha sido escritora residente en la Residencia Literaria Cidade da Cultura, en la Fundación Valparaíso y en la Fundación Gala. En 2024, continuará la escritura de su proyecto actual en la Cité des Arts en París.

https://www.instagram.com/nerea_pallares/
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