Ben Clark

Michael

Teoría de las islas

Manuel Lara Cantizani, in memoriam

No determina el agua lo que es isla. 

El mar no sabe nada

sobre las leyes viejas de las rocas.

Los mares se evaporan, se secan los océanos,

se pudren nuestros mapas y se caen

del cielo los satélites.

Pero las islas siguen siendo islas. 

Su condición depende de otra cosa: 

de que existan por siempre los apátridas,

los náufragos, los locos descastados. 

Los errantes que, solos, fundan todos

los días una Arcadia 

que merezca la pena abandonar

cuando caiga la noche

o se termine el vino.  

Sin isleños las islas no serían

más que tierra mojada,

una anécdota más de las tormentas

tropicales que arrasan a los pobres

en la televisión. 

Sin piratas en busca de un tesoro;

sin prisioneros viejos numerando las olas;

sin la visión amarga de una huella

en la arena empapada, el accidente

no se transformaría en pensamiento.

Por eso sueño siempre con las islas

que nunca pisaré,

por el mismo motivo que te nombro

sabiendo que ya nunca nos veremos.

A escribir de otra suerte

Yo, que he sobrevivido a los abrazos

férreos de turismos y que luzco en el hombro

tres cicatrices rectas —las palas de la hélice

de una lancha maldita—; yo, que suelo

encontrarme dinero y que una vez

visité por sorpresa a un conocido

y entré en su casa abierta

y lo encontré dormido y sosegado

pero vivo –el idiota–

junto a media botella de líquido de frenos;

yo, primero del clan en nacer bajo el sol

y el primero de toda la familia

que ha podido leer en castellano

el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías; yo,

que recibí el regalo de la vista

y que he podido usarlo para ver

la escultura de Apolo y Dafne de Bernini;

y finalmente yo, colmo de colmos,

que usurpo tu mirada en este instante,

apreciado lector, lectora, yo,

que de entre mil poetas más notables

he obtenido la ofrenda de tu tiempo,

puedo decirte ahora

que la suerte no existe para nadie

que no haya sido amado mientras ama.

Poema adentro

Cuando escribo me acerco a las respuestas,

soy resiliente y listo como un tordo

cuando escribo despacio

sobre el papel que, luego, en unas horas,

o puede que en un año, leeré

con desesperación y con urgencia

porque no sabré nada de la vida,

porque seré el de siempre; el que no soy

en este instante cuando escribo «coma»

cuando escribo este verso, con confianza, 

valiente y muy tranquilo,

porque aquí tengo todas las respuestas

y no existe otro golpe que los ritmos

en desfile y jamás se ha muerto nadie

dejando un verso a medias. O eso creo. 

Dudo, y dudar presagia ya el final,

el retorno del hombre sin propósito, 

el hombre torpe y solo

que en vano buscará en estas palabras

el sentido de todo lo que hay fuera. 

Las marcas de cantero

De los templos antiguos tan solo me interesan

las marcas de cantero, 

de las pandemias graves con nombre propio solo

las colillas pisadas frente a los hospitales. 

Mis neblinosos años de estudiante

los pasé descifrando el braille infecto

de los chicles pegados debajo del pupitre. 

Para cenar elijo restaurantes

donde el menú contenga faltas de ortografía.

Del amor me fascinan

los llaveros que nadie se decide a tirar

y de los coches viejos, claro, el número

triunfante del odómetro.

De las cafeterías 

las puertas abolladas de los frigos,

de los rodajes multimillonarios

las pinzas de la ropa que sujetan

los cables de los técnicos de luz. 

De mis propios poemas me interesa la sombra

que a veces aparece debajo de los versos

si llevo muchas horas.  

Me gusta la informática;

las carpetas ocultas en un lápiz 

de memoria perdido debajo del sofá. 

De los amigos fieles, las manías, 

de la familia muerta, las certezas, 

de las playas los cubos de basura

rebosantes con latas

puestas en equilibrio por encima. 

Me interesan muy poco el porvenir

y el miedo. No me gustan

los cubiertos de plástico

ni las guerras de drones. 

Si tengo que escoger, 

querré siempre en mi equipo al traductor

ineficaz de todos los carteles

de los ferris del mundo. Me interesan

de nuestras vidas breves solamente

los signos lapidarios,

los recuerdos difusos de las noches

que no sabemos bien si sucedieron.  

¿Desea guardar?

Everything not saved will be lost

Escribo sobre trece versos de la Odisea

desenterrados hoy tras diecisiete siglos 

de no decir ni mu. 

Sabe esta arcilla a tiempo y a milagro. 

Escribo en un archivo que almacena la nube

porque me aterroriza que se borre,

que nadie sepa nunca que hoy escribo

los versos del futuro en mi portátil.

Por eso estás leyendo esto en papel: 

el maestro impresor ha ordenado los tipos

y una improbable imprenta


convirtió la pantalla en un objeto

hermoso e independiente.

Y ahora puedo dormir un poco más tranquilo.

[Se lo advirtió Nintendo al niño que me habita:

todo lo que no guardes acabará perdido.]


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Ben Clark

Ben Clark (Ibiza, España, 1984). Es poeta y traductor. Ha publicado, entre otros, los poemarios Los hijos de los hijos de la ira (2006) por el XXI Premio de Poesía Hiperión, Cabotaje (2008), Basura (2011), La Fiera (2014), Los últimos perros de Shackleton (2016), La policía celeste (2018), por el que obtuvo el XXX Premio Loewe de Poesía, Armisticio (2008-2018) (2019) y ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo? (2020). Es tutor de poesía en la Fundación Antonio Gala y profesor de poesía en el Máster Virtual de Escritura Creativa de la Universidad de Salamanca. 

https://twitter.com/benclarkpoeta
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