Mujer que cose en el patio
I
El patio es el lugar
donde se desparrama mi niñez
y estoy solo contigo,
cómplice de un silencio
de abrigo negro.
He crecido en él
como la luz que se agranda en sus paredes
con el paso del día,
confirmando su solidez de cal.
Siempre has estado ahí,
cosiendo
bajo el jazmín;
una sombra entre tanto blanco,
una sombra que parece un ovillo
de lana negra
abandonado en una silla.
II
Recuerdo que una vez, cuando era niño,
abrí la caja de las fotos
que guardabas debajo del armario
como quien esconde un silencio
en su interior.
Entre ovillos de lana e hilos de mercería
los álbumes pequeños con olor a memoria
me mostraban a un niño sentado en tu regazo
¿era Rafael o Manolo?
no recuerdo su nombre, me decías.
Hoy parece mentira, locura,
que alguien no recuerde el nombre de un hijo,
como si fuese mejor no volverse loca de repetirlo,
como si se lo hubieran bebido los peces.
¿Era Rafael o Manolo?
un nombre que nunca supe, ni que sabré,
porque una familia se calla
todo aquello que la ahoga.
III
Te imagino siendo mi hermana
en vez de la mujer que ha parido ataúdes,
te imagino en la muchacha que baja al patio
con el abrigo colgando del bolso,
la muchacha que entra en la casa de su abuela
y la besa en la frente
con una tristeza mordiéndole la piel,
con una tristeza de nieta
que se está viendo en un espejo.
Te imagino perdiendo los hilos del decoro
en una discoteca, bebiendo hasta altas horas;
te imagino en un parque, en una cama, en un portón,
en el sexo libre, en el sexo del anticonceptivo.
Te imagino sin ser la mujer de ropa negra
que pasea agarrada del brazo de su nieto
y que deja detrás las miradas
de las otras mujeres que murmuran:
ahí va Manuela,
la que se le mató el marido
y se le ahogó un hijo en el río.
IV
Me siento junto a ella mientras cose,
contemplo cómo alza los ojos todavía
hacia el hueco de la escalera
por si bajaran sus difuntos.
A veces me toca la cara
la nariz, la boca, los ojos...
Creo que busca en mis facciones
los rasgos que confirmen
que aún queda algo de ellos en el mundo.
V
Ahora que sabes que escribo poesía,
ahora que entiendes lo de los libros
y comprendes mis preguntas para escribirte,
ahora, me pides que te lea;
y mientras en el corazón del patio
se esparce todo el cielo de la casa,
y mientras en las ventanas del patio
murmura una olla,
abro un libro:
¿Qué puede hacer ahora una mujer
con tantos muertos?, leo,
y tú me dices que qué cosas digo,
que te explique, que no comprendes,
y cierro el libro y lo coloco entre mis piernas
y te cuento que una mujer le habla a otra mujer,
que una mujer intenta comprender cómo la otra mujer
ha soportado tanta muerte,
y eso te interesa, y me pides que siga leyendo
mientras tu índice entra en el dedal.
Los muertos siguen entrando y se te ponen encima, leo,
y ahora qué, qué significa,
y te cuento que la mujer sufrió una y dos y tres muertes,
que su vida fue una sucesión de ataúdes, y ataúdes y ataúdes,
y mientras en las ventanas del patio
agoniza el último susurro de la olla,
me exiges con impaciencia de mosca encerrada
que cómo termina, que cuál es el final.
Tierra tú. Para tus muertos. Tierra tú.
Algo tendrán que comer, leo.
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