Tres poemas - Rafael José Díaz
La fiesta junto al río
Ya no recuerdo, pero sé
que todo tuvo lugar a la orilla de un río,
en un parque que ocupa varios kilómetros de la orilla de un río
que era el límite del parque por uno de sus lados
mientras que por el otro lado no recuerdo qué límite tenía, pero en algún momento
debía de conectar con la ciudad
desde la que nosotros habíamos venido por la noche
con bebidas alcohólicas, tabaco y nada más que yo recuerde
salvo las risas que estallaban en tres o cuatro idiomas
y el despropósito de un sábado
cuya noche era eterna o al menos no tenía un final a la vista.
Allí, desplazándonos entre los grandes árboles apenas iluminados
por unas linternas o por estrellas que no recuerdo
pero que debían de ser mágicas, poéticas,
como lo era todo en aquel tiempo,
desaparecíamos para los demás
en grupos de tres o en parejas
o muchas veces de forma individual
hasta que alguien preguntaba por nosotros, oíamos los nombres
que reclamaban nuestra vuelta
mientras, tumbados junto al río, con una mano acaso
dejada caer en la corriente,
bebíamos y hablábamos como si no tuviéramos necesidad de comprenderlo todo,
pues para eso estaba ya el lenguaje permeable del parque
que nos llamaba con más fuerza porque conseguía juntarnos
para que resistiéramos el reclamo de quienes se habían quedado junto al fuego.
Porque estoy seguro de que había un fuego
que señalaba esa reunión de estudiantes
una noche cualquiera en una ciudad alemana
donde no entenderlo todo era el mayor de los lujos,
una inocencia mitificadora
que hoy no podría permitirme
por mucho que buscara aquel parque, la orilla de aquel río.
A veces pienso
que momentos como aquellos fueron un aprendizaje que no aproveché
y que si lo hubiera aprovechado para hacer de mí una persona distinta
no estaría contándolos,
no los recordaría
con esta intensidad de niebla iluminada.
Serían otros tantos
momentos convertidos en pasajes de memoria,
pero nada especial como por ejemplo esa noche
cuya compañía no sabría precisar
aunque la intimidad que nos juntaba
no he vuelto a sentirla nunca,
esa ceguera clandestina,
esa incomprensible comunión
como quien escucha no ser entre los matorrales
el vuelo repentino de un pájaro
y se queda para siempre prendido a él,
a ese aleteo en la noche.
~
La descomposición
Eran los días finales,
los de la descomposición del cuaderno en que fui anotando la descomposición.
Había habido una mudanza
que resultó fallida: la vivienda perfecta
sustituida por un piso en las afueras
donde los muelles de la cama chirriaban
y las habitaciones, mustias, reflejaban la grisura del cielo.
No sólo eso. Después de haber roto con Patric
vinieron dos años de idas y venidas
entre relaciones efímeras,
encuentros de una noche,
visitas al parque de Clara Zetkin y su hormigueante actividad nocturna
y largas semanas de abstinencia
donde el cuaderno se abría para volver a cerrarlo en silencio,
un silencio sobrepuesto a otro silencio,
o la escritura como mísera
supuración del vacío,
pues eso era, en el fondo, lo que quedaba de los días,
la sensación de haber abierto un cuaderno pegajoso
que, por mucho que me acompañara a los cafés
o en las pocas excursiones a los alrededores de Leipzig,
no era sino una coartada para no asumir el fracaso,
la descomposición de todo.
No comprendía que, después de tantos años,
no hubiera conseguido deshacerme
de una timidez malsana, de la misantropía
que me aislaba y me impedía,
salvo raras ocasiones,
entregarme a las amistades desenfrenadas,
hablar con los desconocidos que,
lo he sabido luego,
estaban deseando hacerlo en las mesas compartidas de los biergarten.
Toda esa desgraciada convulsión interior
que se manifestaba como desapego.
Sin embargo,
esa misma timidez contra la que luchaba
hizo que, muchos años después, ahora,
recuerde con más intensidad
el momento de quedarme desnudo en medio de cientos de desconocidos
para bañarme en las aguas de un lago
cuyo lecho arcilloso aún conservo en la memoria plantar,
si algo así existe, quiero decir que sigo sintiendo
con indudable vergüenza
el impacto de estar desnudo al entrar en las aguas del lago
y ese momento incómodo
conforma hoy mi único vínculo con aquel domingo que parece que invento
pero que ocurrió de verdad,
al comienzo de mi extraña relación con Olli,
un joven de dieciocho años que enseguida me presentó a su familia
y un día me propuso ir al lago
con su hermana mayor, su cuñado, sobrinos,
y no recuerdo si incluso estaban allí sus abuelos,
un lago escandalosamente abarrotado aquel domingo tórrido
en el que Olli y yo nos desnudamos delante de su familia
para darnos un baño en el agua arcillosa
y hasta, si no recuerdo mal, jugar,
una vez que nos habíamos alejado de la orilla,
con nuestras partes mutuas dentro del agua,
pues así era Olli, desvergonzado y juguetón,
y había que seguirle la corriente
porque todo lo hacía sin pensarlo dos veces.
Que el cuaderno,
aquellos días finales,
antes de la mudanza definitiva,
en mis últimas semanas en Leipzig, antes de regresar,
se había ya descompuesto hacía tiempo
lo demuestra la ausencia de rastros de todo aquello
en la escritura de entonces: ni siquiera
tengo fotos con Olli.
Todo lo que recuerdo
se lo debo a la timidez
y a la descomposición.
~
Las pertenencias
El día que pensaste haber vivido
es tal vez este: se compone
de un frío que circula por los huesos
como si fuera una corriente eléctrica,
mientras no hace frío fuera y el invierno no es más
que una envoltura húmeda, un saco donde el cuerpo
se agita de una calle a otra,
como histérico,
buscando
lo que no se deja atrapar, el hueco
de cada sombra o cada cuerpo en cada bisagra de la noche,
un frío que te devuelve
una imagen de ti que no es la que recuerdas,
pues en esta ciudad nunca hizo frío
y los huesos fueron siempre
un silencioso engranaje que subyacía a la piel,
y era en la piel, o a veces en la sangre,
donde todo ocurría, y no en los huesos,
pero este, ya lo sabes, es el día
que no pensaste nunca haber vivido,
y no tienes un lenguaje con que comprenderlo
ni un lenguaje con que decirlo,
es un día que se escurre a través de las palabras
que lo contemplan desde lejos,
desde los años remotos que lo precedieron
o lo presintieron, si no es excesivo pensarlo,
un día sin palabras que se desgrana en imágenes
que tampoco comprendes
y que, estás seguro, sería mejor no comprender
si pudieras hacerlo,
así transcurre, pero transcurrir no es el verbo,
el día de otra vida, el que nunca
pensaste vivir, por mucho que todo haya confabulado
para que ahora seas tú el último supervisor
de algunas esquinas del barrio,
aquellas en las que en otro tiempo se apostaban adolescentes que eran tus vecinos
y que tú veías cuando te asomabas al balcón
del tercer piso, los veías allí, como si vigilaran
un barrio que era más de ellos que tuyo,
adolescentes a los que saludabas
al cruzarte con ellos por las escaleras
o en el ascensor
y que, sin embargo, rehuías cuando pasabas junto al grupo que formaban
en la esquina de un muro que ya no existe frente al portal del edificio,
adolescentes como tú a los que ahora recuerdas
como si te tendieran la mano desde ese pasado confuso
y no supieras qué hacer, pues
no había motivos para la desconfianza,
sin duda se trataba de una extrañeza sumada
a tu enfermiza timidez y a recomendaciones familiares lo que impedía
que te juntaras con ellos,
con esos adolescentes que desaparecieron para siempre
–o enloquecieron–
y dejaron las calles vacías
que tú recorres ahora como el último vigilante
de un campamento arrasado
en este día que no pensaste nunca que fueras a vivir
y, mucho menos, que llevarías entre tus pertenencias,
en el interior de los huesos,
en los bolsillos,
el frío y las sustancias
más nocivas que hubieras podido imaginarte entonces,
tú que te extasiabas únicamente en los deslumbrantes palacios de las palabras
que visitabas cada noche
en tu pequeña habitación,
y ahora, como sobre una alfombra voladora,
has saltado del balcón a la calle
y flotas por encima de los árboles,
repasas la soledad de las aceras,
acompañas desde lejos las sinuosas aventuras de los gatos,
supervisor fantasmal de calles que no existen,
acurrucado en la gabardina que no te protege del frío
y cuyos bolsillos, como si fueran huesos
vacíos, están llenos de lo impensable,
así, en la noche del lenguaje,
las calles terminan en pasadizos oscuros
que caen directamente a los barrancos
donde todos aquellos adolescentes
se despeñaron hace muchos años,
todavía se escuchan los gritos
que dieron exultantes y aterrorizados
antes de caerse,
y por esas calles, pero sin compañía,
pasas tú ahora,
y si es un grito lo que te precede
lo que te pisa los talones no es más que el silencio.
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