Muerte en el pedregal
Al principio no lo vimos. No lo vimos hasta que nos dijo René.
—Ahí abajo —dijo y entonces lo vimos: un poco antes del llano unas casas desparramadas. Sin mirar dos veces parecían piedras y no casas, algunas con techo y otras sin, apoyadas al pie de la sierra.
Veníamos de lejos, por caminos de ripio cortados por el viento, la camioneta que se sacudía en el serrucho y las piedras, subiendo y alejándonos más del mundo entre las sierras del norte, hasta que no hubo más donde subir. Y desde ahí tan alto vimos la meseta larga y seca y dura, y más allá la cordillera de montañas azules contra el cielo blanco; el cielo blanco de esa tarde que parecía ocultar el sol. Más bien parecía que el cielo era todo sol y el calor de marzo que secaba la tierra deshecha en vapores y polvo.
Por encima del llano estaba el pueblo como sobre una laguna seca; unas casitas de adobe que caían por la sierra, y mientras bajábamos veíamos cómo iba apareciendo la iglesia y el colegio y unas casitas más.
—¿Pero cuánta gente puede vivir ahí? —preguntó Juan.
—Eso no lo sé —contestó René—. Muchos van y vienen, otros nacen y mueren, pero nadie se entera. Por el tamaño unos sesenta, pero muchas casas están vacías.
—¿Y el colegio? —le pregunté.
—Hay una maestra, se llama Dolores. Pero no sé si seguirá por acá, y si sigue no sé si hay alumnos.
—Y pensar que Melquíades vivió acá toda su vida —me dijo Juan.
Yo seguí mirando por la ventana. Sentía náuseas. La altura y el calor, el aire mismo parecía sofocarte.
Había accedido a acompañar a Juan, que escribía un artículo sobre Melquíades Cuyo, pintor del siglo pasado que vivió en el pueblo. Creí que sería un buen lugar para descansar y conocer el norte del país, y también probar suerte con la escritura después de largo rato de nada. Dos años sin poder escribir ni una sola página.
Pero viendo ahora lo que era el pueblo solo pensaba en que se me iba a hervir el coco como a un náufrago en una isla desierta, y que mejor me hubiese quedado más cerca del mundo con sus distracciones.
—Acá los dejo —dijo René—, más no me meto, que las calles son malas. Lo de la señora es una de las casas, por ahí.
—Bien, gracias —le dijo Juan—. En dos días a esta misma hora nos busca. —Y le dio algún dinero.
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Caminamos un rato por las calles desiertas hasta que dimos con la señora. Parecía que nos esperaba; eso parecía. Estaba contra un portón bien alto y de chapa. Desde donde veníamos vimos el sombrero grande de paja y abajo un poncho largo de muchos colores que llegaba hasta el piso. Ella no nos vio.
Era baja, muy baja. El pelo negro y largo y grueso como alambre, la piel como de tierra tostada por el sol y los ojos perdidos por las cataratas. Su voz cansada, como un susurro, parecía que te hablara de muy lejos. Era como si entre nosotros y ella hubiese una niebla espesa.
Nos hizo pasar. Cruzando el portón de chapa, un patiecito muy lleno de chatarra y después la casa. Era una casa triste con un salón vacío, el piso de baldosas sucio y quebrado, unos vitrales viejos y rotos por donde se colaba el afuera llenando todo de polvo. Nos ubicó en un cuarto y se fue a preparar algo de comer.
—No hay puerta —le dije a Juan—. No tiene puerta este cuarto.
—Y bueno, ¿qué le puedo hacer?
Cada uno tenía una cama angosta con un colchón que de tan fino era lo mismo si estaba o no. En el techo colgaba una luz muy vieja pero linda de ver, aunque ninguno creyó que fuera a funcionar. Y sobre nuestras cabezas otro vitral, igual de roto que el del salón por donde el murmullo del pueblo entraba sin pedir permiso.
—Debe ser la casa más grande del pueblo —me dijo Juan después de un rato.
Salimos. Juan quería ver la plaza con la iglesia enfrente.
—Se llega bajando —nos dijo la vieja—, bajen hasta que ya no puedan bajar más.
Las calles irregulares, rotas, resquebrajadas por la hierba que crecía debajo. No vimos a nadie, ni los perros salieron a nuestro encuentro. El sol de la tarde llenaba las casas vacías de sombras. Las puertas y ventanas a medio abrir, algunas que se arrastraban con el viento. Mis ojos buscaban los agujeros esperando ver algo más que el adobe gastado y frío en la tarde, buscaba algún sonido más que el eco de nuestros pasos contra las paredes sin techo.
Seguimos bajando.
—Cosa extraña una iglesia a los pies del pueblo —le dije a Juan.
—Hay otra iglesia —me dijo—, allá sobre ese monte, pero nadie iba hasta allá y la debe haber tirado el tiempo.
La plaza era un cuadrado de arbustos y pastos altos con algunos árboles desparramados, árboles bajos que parecían muertos. En el medio un cardón. El esqueleto de un cardón, porque hace unos años le había caído un rayo y lo había partido.
—Fue durante la fiesta de San Juan —nos dijo la vieja más tarde, antes de cenar. Ya era de noche, no había luna. El salón con una lámpara sobre la mesa que hacía bailar las sombras contra la pared—. Es una fiesta antigua de hace muchos, muchos años, y ese cardón ya estaba ahí en los tiempos de mi abuela, cuando ella era mocita. Pero ni eso nos duró y también lo perdimos.
—¿Cuánta gente queda en el pueblo? —preguntó Juan.
—Eso no lo sé. Hace mucho no veo gente, pero en la noche los escucho.
—¿Y frente a la iglesia? El pasto está quemado y la tierra negra.
—Eso es porque en San Juan se echan brasas a la tierra, brasas de un árbol sagrado, y la gente camina sobre ellas para purgar los pecados.
—¿La gente de acá lleva mucho pecado encima?
—Acá como en todos lados —dijo la vieja. Iba y venía de la cocina muy lento, tambaleándose en sus piernas flacas y gastadas de tanto andar esa tierra de pedregones que la llevaba de un lado para el otro como barco en la tormenta.
—¿Y la iglesia? Estaba cerrada, no pudimos entrar —siguió preguntando Juan.
—Claro —dijo—, yo tengo la llave. La cierro porque se mete la gente y roba las pinturas y el oro. Es oro antiguo, viene de Potosí. Es una iglesia especial, sagrada para nosotros, muy antigua. Es de lo poco que nos queda.
—¿Qué gente? Si no vimos a nadie —pregunté…