Vórtice

Lorenz Lippert

Por la muerte de una hormiga siento una angustia singular: por su falta de ruido, de horror y su ausencia de sangre; una angustia bifronte, por una muerte antitética e intrascendente. Con los brazos colgados de la cama de mis papás y los ojos ocultos tras el colchón como un francotirador, la vi haciendo su ir vagabundo y la metí bajo el índice. Los árboles caen por la sierra y los animales agonizan con el plomo, pero las hormigas nada más se detienen y se barren como polvo. Levanto el dedo y parece el punto de una pluma con la tinta ligeramente barrida, hasta ahí ha llegado la escritura de sus pasos, y ante la primera impresión de que no tengo pena alguna, siento un remordimiento posterior por no haber hallado compasión. La compasión por una hormiga, que no sé si no llegó por su tamaño o su mutismo, pero arrancada de este discurrir siento «hasta dónde llega la piedad», siento si la benevolencia no es una forma de amor a lo demás, a lo otro; probablemente sea otra cosa, pero ya esa idea había tomado vuelo, y de la palabra amor, luego del cuarto como una cámara de luz, como en cada mañana en el cuarto de mis papás, como en cada domingo que puedo disfrutar la mañana, vuelvo a sentir entonces el hueco entre ambos y a pensar 

 

mi mamá no ama a mi papá, 

 

a sentir que el amor tiene sonido y que las mañanas y noches de ambos son silencios. Vuelvo a dudar, ahora, como por cadencia, si el silencio que me da a mí también es falta de amor. 

 

No sé si mi mamá me ama como no ama a mi papá, 

 

pienso, y siento que no sé cómo leerlo en las acciones y omisiones, si el amor es un momento o una suma de tantos; si es una constancia. Necesito una semilla de constancia; recordar que tal vez no es su culpa, que a veces yo también me siento ajena a todo lo demás sin que lo haya decidido previamente y que es inexpresable, pero no falta de amor.  

 

Salgo del cuarto y la miro desparramada en el sillón de la sala, cansada; 

 

cansada, como si todos los días hubiera tenido una noche con 3 horas de sueño; con la cara pálida por la luz del teléfono todo el tiempo; sus ojos minúsculos, como hormigas, como la hormiga muerta, distraídos de todo lo que no existe en ese rectángulo; desesperada de algo que no alcanzo a ver; como si viviera una situación extenuante que se desata de la estructura adventicia de las mañanas, o tuviera comezón en un punto de la espalda que le fuera imposible alcanzar, por un insecto inhallable que le recorriera la espina, o como si estuviera hecha de una pátina de grava y fuera a deshacerse con cualquier cambio de la marea diaria. Necesito recordar que tal vez no es su culpa,

 

Me acomodo entre sus manos; mi pelo entre sus manos,

 

recordar que a veces la vida duele y encontrar, mejor, un modo de ayudarla a ser feliz; ayudarla a encontrar su felicidad; aunque esta no sea yo ni mi papá. Tal vez descubrirla a su lado, impostada en alguna cosa, una música, un lugar, un libro; para que mire hacia otro lado; hacia los flancos donde no está la tristeza. 

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Entonces, mi papá, de nuevo, le dice: necesitas una distracción, distracciones; más que distracciones, motivos: una clase dominical de cualquier cosa; nadar, tomar el hábito del cine los jueves. Lo que sea. Creo que pasa algo. No hablamos ni al despertar ni al acostarnos. Deberías salir a correr, deberíamos visitar un museo cada sábado, hacer el súper juntos. No sé por qué te niegas a ir al psicólogo o siquiera con tu mamá a las sesiones budistas a las que siempre te invita.2

 

No hay profundidad en ella cuando sus ojos raspan sus labios desde el otro extremo de la sala

 

lo mira a él, ahora al móvil, mientras se rasca una mano con la otra. Creo que tengo alergia al polvo, le contesta, y mientras mi papá acepta la divagación y cambia el tema,

 

yo me pregunto si realmente pica la tristeza, o si, más bien, la situación confusa es fruto de una distracción, pues es distraída mi mamá, toda la vida reciente sin llaves, sin la tarjeta de crédito, sin el suéter, sin el hilo de las conversaciones, con los humores de un nefelibata; y hoy, ahora hoy, por la tarde, ya no ayer cuando mi mamá tenía mi pelo entre sus dedos, 

 

hoy, cuando mi papá me recoge de la escuela y descubro su nuca rasurada, 

 

siento primero en sus mechones recortados haciendo surcos en el piso de la peluquería; luego, en cómo mi mamá todavía hacía seis meses que se los enredaba entre los dedos desde el asiento del copiloto; y por último, en las hormigas. Siento las hormigas de ayer y de ese otro día lejano al volver de la Marquesa cuando se le habían subido a mi papá, precisamente en la nuca, cuando mi mamá las había escupido después de morder una medialuna que las ocultaba en su interior. Recuerdo haber pensado que habían salido de ningún lugar, de un abismo, y que tal razón me había resultado más viable, por alguna razón, lógica, que el que las hubiera atraído el olor a la manteca. 

 

Pienso en las hormigas.

 

E inmediatamente, con angustia, vuelvo a sentir en la memoria la condición de extravío de mi mamá; tan reciente, inadvertida, pues no siempre había sido así; era atenta, mucho muy organizada, y ahora algo se ha arrugado, dónde, por qué, ¿se acordará de mi proyecto escolar?, ¿de que prometió comprar el juego de mesa que vimos en la plaza el finde pasado?, ¿de lo que le dice incansablemente mi papá? 

 

¿Es tan inmenso un elefante?, ¿es tan mansa una pantera?, ¿puede mirar tan lejos un impala?

 

Es la segunda vez que venimos al zoológico; de la primera no me acuerdo, era muy chica. Mi amor, ven, vamos a ver al oso polar, dice mi mamá, y vamos tomadas de la mano.

 

¿Es ternura o me siento avasallada por su inmensidad?

 

¿A dónde quieres ir a comer? Ven, toma, elige lo que quieras ahora que no vino tu papá, dice. «Clases de tango, CDMX; repostería para principiantes, delegación Gustavo A. Madero; perros en adopción», leo. No, nena, en Google Maps.

 

Mapas para encontrarse en el yermo, la encrucijada, los días de lluvia, de contaminación, de tráfico; por el clima siento que pasan los días. Una tarde pasada vi dos hormigas errantes. Mi mamá siempre está en cama; del trabajo pasa directamente a la cama; ahí, entre una bruma de sábanas, su cuerpo parece un eclipse entre la pantalla y la cabecera, donde habían aparecido las hormigas; agotada de su agotamiento no dio más que el primer paso que le había recomendado mi papá, pero no hubo tango, harina y sal, animales. 

 

Cuando me vuelvo a acercar tengo que esquivar los platos que dejó junto al colchón la noche anterior…

Samuel López Díaz de León

Samuel López Díaz de León (Ciudad de México, México, 1992). En 2019 ganó el segundo lugar en la categoría de Ensayo en el concurso de la Revista Punto de Partida, de la UNAM. La Revista Purgante ha publicado el poema «El baile», el cuento «Variación en C» y el ensayo «El sonido es el sentido, otra aproximación a La Zona de Interés». 

https://www.instagram.com/samulofish
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