El desierto cinematográfico
El cine es una situación filosófica
Alain Badiou
Una road movie que surge como un vagabundeo por Texas, por Arizona, por Nuevo México y por California. Una relación del ojo con el obturador, pero más que una road movie más, el film es una especie de respuesta y pregunta al mismo tiempo, en un modelo apelativo casi hermenéutico, es decir una situación filosófica. El desierto entendido filosóficamente, pero mostrado ahí, en una secuencia, en una toma, en un plano. Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario explicó los dos movimientos básicos que acontecían entre la psique del espectador y lo que fluía en la pantalla. Proyección e Identificación. Camino misterioso entre la butaca y la pantalla, y que tenía que ver con la inmediatez de las imágenes en los ojos, fotones disparados a quemarropa en la retina, el dulce hipnotismo de una seducción audiovisual instantánea, abrumadora. La lentitud de la memoria o que posibilita la memoria pero al mismo tiempo la velocidad de los fotogramas, la velocidad que permite olvidar. Lentitud y velocidad arenosas, no del celuloide en sí sino de lo que acontece dentro de nosotros, como si fuésemos relojes de arena nosotros mismos, receptáculos del tiempo hecho arena. Fotones y palabras, ideas, silencios, música, convertidos en polvo que cae y que asciende. Pero al mismo tiempo ese camino era inconmensurable, y parecía establecer simbólicamente la distancia infinita que impone un desierto. Ese juego de distancias que se alargan o se acortan, entre la butaca y la pantalla, en una tensión filosófica, podemos entenderlo como algo desértico. No simplemente la nada o el vacío, sino el desierto. Podría ser el desierto de Dune, pero pensemos aquí un desierto concreto, el de Paris, Texas de Wim Wenders.
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Miramos un desierto que sugiere un recuerdo, como si se tratara de una imagen diluida en un espejo retrovisor o en una película de Super 8, o en un sueño, una alucinación casi memoriosa. El film se llama París, Texas. Pieza de la poesía visual de un director alemán llamado Wim Wenders, mezcla de médico, filósofo y pintor. De París, Texas se sabe que fue rodada en Estados Unidos, con guion de Sam Shepard, y que fue premiada con la Palma de Oro, pero, más allá de eso, ¿qué observamos en París, Texas? Una tierra agrietada, casi un paisaje lunar, una tierra vista desde el ojo de un pájaro. La cámara aletea sobre esa tierra sin nadie. En la distancia aparece un hombre solitario, un hombre que está atravesando el cuadro. Un halcón se posa en una piedra. El hombre se detiene, mira al pájaro. Después se toma la última gota de agua que escurre de una larga botella de plástico. Trae una gorra que apenas le cubre el rostro de las quemaduras solares y unas sandalias con vendas enredadas en los pies, que sugieren una piel llagada. Toda su ropa está cubierta de polvo, empapada en sudor. Ha estado caminando por mucho tiempo, como el hijo pródigo bíblico, se llama Travis, un hombre que ha estado caminando, solo caminando. Como aquel vagabundo de la canción The Wanderer cantada por Johnny Cash que estaba inspirada en el Eclesiastés, incluida en el álbum Zooropa de la banda irlandesa U2, canción que por algo también aparecía en la otra película de Wenders, Faraway, So Close! Y es que este caminante es de algún modo un personaje bíblico, y es el Ulises de Homero, pero también es el antihéroe wenderiano de casi todas sus películas y somos nosotros mismos en el desierto óptico que nos impone la butaca en la sala de cine, la soledad de la visión. Una operación filosófica en Kodachrome, un proceso metafísico para ser exactos, que es comprobado mediante el espejo de la ficción en su cóncava introyección. El remordimiento muerde, obliga al silencio…