Brote

Georg Eiermann

Encuentro la ramita en su puño cerrado. Solo se ve la punta, casi no había visto el detalle. Intento abrir sus dedos. El rigor mortis no me lo pone fácil. Cuando finalmente logro estudiar la rama pequeña en mi palma, me siento emocionada. Es frágil, más fina que el cordón de mi zapato. Los brotes prometen hojas. Inmediatamente siento la urgencia de proteger esa ramita con todo lo que tengo. No es mucho, el sueldo de una fotógrafa forense no es que sea gran cosa. 

«¿Y eso?». El forense me mira con curiosidad. Escondo la ramita en la bolsa de mi cámara y encojo los hombros. «Qué raro, qué raro», murmura el médico. «¿El qué?», le pregunto medio nerviosa. «Juraría que antes su mano estaba cerrada en un puño». «Ah sí, fui yo. Quería hacer una foto de la tierra bajo sus uñas», miento. El forense me mira como si fuera una imbécil. «Deberías saberlo mejor. ¿Hace cuánto tiempo haces este trabajo? No tocar nada es la primera lección en cada academia de policías». Miro mis zapatos arrepentida. 

Aquí, dentro del piso de la chica asesinada, podemos quitarnos los trajes de protección al calor, pero después, cuando volvamos a la calle para ir al labo, tendremos que volver a pasar por el engorroso proceso de ponernos estos trajes de astronauta.

«Bueno —continúa el forense—, aquí no hay dudas. El tiro en la frente. Es un trabajo de precisión. Sin margen de error».

 

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Me lanza una mirada significativa y ya sé que en el labo sacará su sello favorito. Estampará las letras rojas encima del expediente y quizá la tinta goteará sobre la cara pálida en la foto que acabo de hacer. El médico cerrará el informe y lo echará encima de los otros que también están clasificados como crimen de la rebelión.

De camino a casa en mi traje de calor, tengo la sensación de que todo el mundo se queda mirando la ramita, escondida en mi bolsa, como si fuera brillando como un atizador al rojo. Pienso en los libros que voy a buscar al llegar a casa de mis padres, los libros de mi abuela. Me hizo jurar que nunca nadie podría verlos. Me contaba muchas historias sobre cómo era todo antes. Me explicó lo que eran las nubes, las comparó con ovejas hasta darse cuenta de que yo tampoco sabría lo que eran las ovejas. Con un lápiz coloreó un cielo azul y dejó una mancha blanca, y esa manchita de nada era una nube. Esa fue la primera vez que vi el color azul…

Hanne Craye

Hanne Craye (Bélgica, 1995). Se graduó en Lingüística y Literatura Iberorrománicas en Gante (Bélgica), Madrid y Santiago de Chile. Posteriormente, cursó un máster en Traducción en la Universidad de Amberes (Bélgica). Una vez finalizados sus estudios, trabaja como traductora literaria y subtituladora para la televisión belga, traduciendo del español al neerlandés, su lengua materna. También ha publicado varios relatos y traducciones en revistas literarias en Bélgica y los Países Bajos. Actualmente reside en Gante, Bélgica.

https://www.instagram.com/hannecraye
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