Recchan
Hennie Stander
Al día siguiente, Recchan se había dejado caer en una esquina; no se movió por toda la primera hora. En el salón se había asentado un aire pestilente y un murmullo que parecía el pulular de un enjambre. Ese día no se había perfumado, como era usual en ella; se había cortado el cabello y su cabeza de araña lucía desnuda. La boca circular, babeante, de colmillos negros y enmarcada por seis tenazas cromadas se veía perfectamente sobre su cuello. De la parte trasera de su cráneo crecía un bulto carnoso cubierto de finos vellos puntiagudos. Nunca lo habíamos visto, porque su cabellera amarilla se lo cubría. Pero ahora estaba ahí, a la vista de todos, y entonces el asco y la repugnancia. La monstruosa Recchan se mantuvo en silencio.
Sonó la campana del receso. Cuando todos salieron al pasillo, ella me tomó por el brazo y, sin emitir sonido alguno, me tendió un sobre rosado, adornado con estrellas, corazones, arcoíris y una Hello Kitty que guiñaba el ojo. Su boca circular se había abierto y dejaba al descubierto un agujero oscuro, cavernario. Ronroneó, cerró sus tenazas y se dio la vuelta para encajarse de nuevo en la esquina del salón. Sus piernitas de niña contra el pecho y las tenazas reposadas en sus rodillas.
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Por la noche, sentada a orillas de la cama, leí la carta. Me invitaba a su casa, a una cena. «Este viernes por la noche, junto a mis padres. No es necesario que traigas nada». Estaba escrita en una hoja rosada, perfumada y decorada con escarcha. Al final, a modo de firma, el dibujo de una araña: un círculo con ocho patas raquíticas.
Arrugué el papel y lo tiré al piso.