Criaturas Acuáticas

John Towner

Este cuento resultó ganador del primer Concurso Internacional de Cuentos Corrección Perpetuum, escuela de escritura dirigida por Alvaro D’ Marco, autor y amigo de Casapaís

Me gustaría deshacerme de las ilusiones. Sin 
embargo, hoy vivo entre el aburrimiento y la 
vergüenza de pertenecer a un género animal 
como el ser humano. 

LEONORA CARRINGTON 

Yo no sé por qué, pero Samantha Dublin intentó verse natural, aunque le habían crecido un par de branquias. 

Ella lo repasaba dos veces antes de responderse a sí misma, la palabra humano se fue perdiendo. Desde su escritorio, todos los días lo apreció: la blancura de su galleta bañada en chocolate que la devolvía al suelo firme. Después recordaba, pues acordarse también suele ser de personas comunes, a todos aquellos que se fueron sin decir adiós, a los que ya no frecuentaba, o a los que se irían, y entonces, en esa sonrisa de todos los días, apareció un hueco emocional que decidió llamar un descontrol en la «superficie». Hasta ese momento, puede señalarse y usted lo comprenderá, la Emérita se había convertido en un refugio solo de humanos. Sus áreas de trabajo quedaron a las afueras del periférico y el entretenimiento habitual se convirtió en ver cómo la gente se tiraba de los puentes y cómo la ciudad se hacía cada vez más grande, espaciosa, una plancha de concreto interminable. 

Samantha Dublin apuntaba los quehaceres en la pantalla de su iPad, con la pluma de tacto golpeándolo contra el vidrio. Delante de sí, lo vimos y nos consta, los post-it de colores iluminaron una pared oscura, brumosa, extensa. «Así me siento a veces, cuando los días se ponen turbios», me confesó en el almuerzo, porque la perfección fue su peor enemigo y su ansiedad se escondía a la vuelta de la esquina. Lo sintió poco a poco, que las escamas invadían su espalda. No soportó la comezón y su chamarra de mezclilla las ocultó por semanas. Intentaba calmarse cuando la jefa le pedía los materiales lo más rápido posible, los que ella tecleaba con sus dedos de humano; ella conversaba contenta y su voz era humana; me respondía con sus dientes de conejo cuando aventaba una que otra mueca y sus lentes de aviador agrandaban sus pupilas; finalmente, lo observamos, movía los pies humanos y repetía el ritmo de la música que Stella Dudko iba escogiendo. 

―¿Qué quieres escuchar hoy? ―la taza de té de porcelana de Samantha Dublin empezaba a sacar humos con el ardor de la bebida; Stella, mirándola sin mirarla, adivinaba―: apuesto que tienes ganas de escuchar las canciones del siglo pasado. ¿Ya escuchaste esta? 

―Sí, deja esa; bueno, no, o sea no sé su nombre, pero está buena. Déjala ―respondía Sam, con el calor en el estómago, cuando el agua del té llegaba hasta la parte de su ombligo―. Tengo muchas ganas de comer otra cosa. 

―Deberíamos ir por una pizza del 7-eleven. Dejar los rollitos de arroz un día de estos. 

―Las pizzas están buenas, mejor que el ramen instantáneo. Las de por mi casa, que tienen la masa más suave, son exquisitas. Pero los rollitos de arroz son irresistibles. 

―Aquí no hay de esas pizzas y los rollitos han perdido sabor. 

Stella Dudko tenía el cuerpo lleno de dibujos que parecían un conjunto de astros, así lo anotó Samantha en su iPad, cuando por la noche intentaba escribir algunos recuerdos felices del día. No hay que dudarlo, con Stella se encontraba segura, porque ella entendía qué significaba traer otra piel sobre la piel, y lo mal que se siente cuando te juzgan por apariencias, pues un tatuaje o una escama se asimilan por igual como lo hacen los Guramis. 

―¿Y si escuchamos canciones de Takeuchi o de Tomoko? 

―Sí, ponlas, ponlas. ¿Puedes pasarme la salsa teriyaki para el arroz?

Ambas planeaban siempre acabar con sus pendientes los fines de semana, ordenando una pizza mejor que las de los establecimientos 24/7. Sam, cuando hablaba con su amiga, se olvidaba de las dos branquias que le salían detrás de las orejas.

Publicidad

Para no estancarse en su ansiedad, en sus bajones inesperados, Samantha Dublin iba de vez en cuando al baño y se miraba al espejo: «Esa que veo soy yo, soy yo, o ¿seré otra?, no, soy yo», se decía en voz baja. Miraba en los hoyuelos de su sonrisa un hexágono perfecto, el cual se trazaba al estirar la boca completamente. Miraba también su lunar acercándose al ojo izquierdo. «Por lo menos esto no lo he perdido».

Cuando volvía a su lugar en el escritorio, el trabajo y la oficina se convertían en una pecera. Apenas oía las palabras del profesor de literatura fallecido el verano pasado, o los trenes en miniatura de su abuelo, el llanto perdido de una amiga, o de ella misma en su cuarto una tarde fría de enero. 

Esas dos branquias, sí, aparecieron sin darse cuenta. A veces temía dejar de respirar en la superficie, porque el trabajo había revuelto el oxígeno y el aire solo le alborotaba los cabellos. Nadie de la oficina se lo imaginó: qué se siente perder la respiración. ¿Tranquilidad? ¿Desesperación? ¿Vacío, tal vez?

Durante una fiesta de pijamas en casa de Samantha Dublin, Stella decidió husmear entre los cajones de la habitación. Ella esperaba encontrar alguna declaración de amor secreto. Sin embargo, la correspondencia era distinta entre los anfibios pues las emociones varían según la especie a la que específicamente pertenezcas…

Daniel Sibaja

Daniel Sibaja (Mérida, Yucatán, 1997). Licenciado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán. Egresado en el área de Letras por el Centro de Educación Artística «Ermilo Abreu Gómez». Ha publicado en diversos medios digitales e impresos. Obtuvo el Premio de Cuento Breve de la 6° Feria Nacional del Libro INBA-CEDART 2015, el Premio Estatal de Cuento corto Tiempos de Escritura 2020 y el Primer lugar en el I Concurso Internacional de Cuentos Corrección Perpetuum 2022. Becario del PECDA Jóvenes Creadores en la categoría de Cuento (2017) y del Festival Cultural Interfaz (2018). Es autor de Montejo Boulevard (La Comuna Girondo, 2019; Edición digital, 2020). Forma parte del Centro de Experimentación.

https://www.instagram.com/daniel.st97/
Anterior
Anterior

Pide un deseo

Siguiente
Siguiente

Dos cuentos - Oscar Marcano