Dos cuentos - Oscar Marcano
Merlín
Todo el que sea terrible necesita nuestro amor.
RILKE
¿Entonces?, dijo el muchacho. ¿La leyó?
El vejete se desperezó, tomó la botella de escocés y, con taimada elegancia, recargó el trago. El trago al que enfriaba un hielo moribundo.
¿La leyó?, insistió Leo.
La leí, respondió el viejo displicente.
Pijama holgado, ademanes decrépitos, voz enclenque.
¿Entonces?
Entonces encendió un cigarrillo. Itzvan Szalai dejó que el humo emergiera mansamente de su boca.
Voy a hacer como si no me hubieses preguntado.
El muchacho reprimió una protesta.
Transcurrió un breve silencio.
¿Te apetece algo, cachorro?, preguntó el vejestorio con su acento magiar y una sonrisa de dientes amarillos.
Pero no esa cosa, acotó el muchacho señalando con los labios el vaso del anfitrión.
¿Esa cosa?, repuso el anciano. ¿Cebada malteada, destilada dos veces en alambique de cobre, envejecida quince años en barrica tradicional y luego en roble que alguna vez albergó jerez es esa cosa? Definitivamente, pimpollo: la ignorancia cunde.
Igual paso, dijo el muchacho.
Hay cerveza, dijo el vejuco. Prosaica y plebeya y cerveza. Y Pálinka. Pero si el single malt es esa cosa, el Pálinka va a ser veneno.
Una birra estaría bien, dijo Leo.
Szalai se irguió desplegando su porte esquelético. Cojeó unos pasos hasta la nevera y la abrió. Parecía un insectoide de la estrella Antares.
El apartamento era ínfimo y anacrónico, pero tenía buena visual. Desde él se divisaban las montañas y gran parte del valle caraqueño. Había un chifonier, un samovar y un falso escudo de armas. Sobre la mesita, un juego de té de pewter y una imitación del perrito kitsch de Jeff Koons. A un lado, las Elegías de Propercio, dos volúmenes de Marai en húngaro y Sin destino de Imre Kertész.
El septuagenario sacó una botella verde, la destapó y se la entregó al muchacho.
Por favor, insistió el joven.
Por favor qué, respondió el viejo.
¿Qué le pareció mi texto?
El anciano regresó a la poltrona. Apaisó las nudosas manos sobre los apoyabrazos y tomó una bocanada de aire. Luego dio una chupada al cigarrillo, dejó salir algo de humo por la boca y lo absorbió por la nariz.
En cristiano, por favor, demandó Leo.
El vejuco lo auscultó con ojos de caracol vacío.
Plano, repuso finalmente, con voz ronca, casi inaudible, en su tono de Europa oriental: Flojo, soso e impotable.
Bebió un sorbo de escocés. Parecía escudriñar en la malta el remoto aroma del jerez. Después lo miró fijamente y sentenció:
Como un feto con carencia de ácido fólico.
Sus ojos claros, incoloros, buscaron el ventanal. Se quedó un buen rato abstraído, escrutando las estribaciones del Ávila. Luego inhaló y dijo:
«La belleza no mira, solo es mirada». Leonardo da Vinci.
Se giró hacia el imberbe:
Aunque podrías usarlo de base.
¿De base para qué?, protestó el joven.
Para una novela, cachorro.
Lo que le entregué pretendía serlo.
Pretendía. Pero una novela exige algo más que acostar una frase detrás de otra y bautizar personajes.
El viejo cerró los ojos y paladeó una vez más el destilado.
Podría decirse que redactaste un sustrato, alegó saliendo de su delectación. Demasiado edulcorado para mi gusto, pero eso fue lo que hiciste: pintarrajear un fondo con un argumento del siglo XIX, trufado de lugares comunes: el artistica de siempre que parece contradecir al mundo pero que en el fondo ambiciona lo que todos: plata, fama, rocanrol.
El muchacho negó con la cabeza, pero se mordisqueó los labios. Parecía un semáforo en rojo.
Szalai bebió otro sorbo, sonrió y se le estrió más el rostro apergaminado.
Al final consignaste un personajucho. Un galancete vanidoso, fruncido en lo que tus limitaciones entienden por arte. Un plot soso y previsible. Sans risque.
El vejestorio hundió el índice huesudo en la bebida, dio dos medias vueltas a los hielos y desplegó su dentadura ambarina.
Al único que no encontré ahí fue a ti, cachorro. Y mira que te busqué. Ni a ti ni a tu realidad.
El anciano se incorporó.
Se canta lo que se pierde. ¿No lo decía Machado? Tal parece que tú no has perdido nada. El reluctante, debiste titularla.
Caminó hacia el chifonier, abrió una gaveta y extrajo varios fajos de billetes nacionales sujetos con ligas.
Mira, dijo enrostrándoselos. Si sumas todo esto, habrá diez dólares a lo sumo. Hoy. Ayer había once. Mañana serán ocho. O seis. ¿Dónde está eso ahí? En ningún lado, ¿verdad? Entonces, ¿qué venden esos parrafitos más allá de pavoneo y presunción? ¡Mira que traerme a mí ese colgajo! ¡A mí que me he quedado ciego leyendo!
Cojeó hacia el muchacho.
Toma, dijo lanzándole los fajos.
El muchacho los atrapó y con vergüenza los guardó en su mochila. Itzvan Szalai se aproximó. Le olfateó el cabello. Le acarició el rostro.
Hueles a aros de cebolla, bebé.
El joven sintió las yemas sarmentosas, la piel reseca y estriada, el aliento a telaraña.
No sirve, farfulló el anciano volviendo al manuscrito. Es la historia de un tercero en una fantasía de terceros.
Tengo derecho a escribir sobre terceros, alegó el imberbe.
Y sobre cuartos y quintos, repuso el vejete. Tienes derecho a hacer lo que te salga del forro. Pero con verosimilitud. Lo que vemos aquí es a un esquimal describiendo Viena desde el iglú.
Szalai sonrió:
Así no se saca la espada de la piedra, cachorro.
El joven sacudió con escrúpulo el rostro para apartar las manos ásperas y el vaho macilento del anciano. Pero había llovido demasiado en la dilatada vida de aquel hombre para que esos repudios le afectasen.
Un haz de luz se refractó desde la ventana. Imperceptibles motas de polvo flotaron en él.
El viejo bebió otro sorbo y resolló. Recordó que hacía una hora había tomado la pastilla azul. Intencionalmente giró el cuello y miró a la habitación.
Aquí se está hablando demasiado, cachorro, advirtió. Va a pasar el efecto, dijo tocándose el pecho, constriñendo la caja del sildenafilo que asomaba en el bolsillo de su camisa.
Leo bajó la mirada.
Llegó la hora. ¿No es así, joven promesa? Porque en verdad os digo, que mejor que tus galeradas es tu hacha de leñador.
El muchacho dirigió la vista más allá de la ventana. Eran sus ojos, de color miel indecisa, los que ahora recorrían las faldas del Ávila, mientras el viejo, tembleque, lo peinaba con los dedos, le olfateaba el cuello y desgonzaba la cabeza sobre su hombro.
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Aquí nadie lee poesía
Estaba en el banco haciendo la cola. Acababa de contestarle el SMS a Melba, cuando irrumpieron los sujetos. Llevaban morrales y pasamontañas.
Los de las Uzi enfilaron hacia los cajeros. Otro sacudió por el cuello al esmirriado que fungía de vigilante y lo hizo tenderse en el suelo. Un cuarto, con escopeta recortada, sometió a los clientes. El último, que parecía el jefe, apuntó a la cabeza al muchacho que estaba delante de mí. Si se le hubiese ido un tiro, aún estaría lloviendo salsa teriyaki.
Miró a la concurrencia, en la que sobresalían una torneada mujer y un hombre sin sotana, pero con uno de esos cuellos que usan los curas, y dijo alzando la voz:
Buenas tardes, damas y caballeros.
Todos nos volvimos a él.
Lamento importunar. Juro que no era mi intención arruinarles la velada, pero como entenderán, hay que sudarse el pan.
Miró a izquierda y derecha.
Si no surge un superhéroe y nadie se come la luz, iremos por el canal rápido, y usted, madame, dijo señalando a la mujer bien torneada, de hermosos pechos y categóricas nalgas, va a llegar a casa a tiempo para la telenovela.
Tenía modales, pero trastabillaba. Su mirada no daba señales de concentración. Parecía adolorido. Como si reviviese una afrenta.
De pronto, algo sucedió con el joven que estaba delante de mí. El que tenía el cañón de la pistola apuntándole la sesera. Dio una suerte de brinco involuntario. Luego se desgonzó como un líquido y quedó desparramado en el suelo.
¿Qué te pasa, joven maravilla?, dijo el jefe.
El muchacho estaba mal. Apenas irguió la cabeza. Parecía convulsionar.
El delincuente hizo una mueca grosera. Le apuntó al seno frontal.
¿Quieres que te velen en urna cerrada?
Se agachó, arrastró hacia atrás la corredera y le puso la pistola entre las cejas. Debajo de su chaqueta se dibujaba otra arma. Parecía una subametralladora.
Mírame a los ojos, dijo.
A duras penas, el muchacho obedeció. Estaba rojo y sudaba como si saliese de un baño turco.
Usa la cabeza, dijo. Si a todos nos diera por hacer pilates y nos tirásemos al piso como tú y pasa alguien, ¿qué crees que ocurriría?
Dio dos graciosos toquecitos con la punta de la Glock en la fontanela del muchacho.
¿No te prende el bombillo? ¿En cuánto tiempo crees que esto se llenaría de brujas, de sirenas, de humo?
Operático, el jefe posó la palma de la mano libre sobre su frente.
Tú no quieres que eso ocurra, ¿verdad? ¿O sí?, joven maravilla.
Robin negó con la cabeza. Pero estaba lívido, a punto de trascender.
Entonces, ¡fuego!, gritó el delincuente. ¡Esto no es Hollywood! ¡Arriba!, le ordenó.
El muchacho se irguió con dificultad. Al hacerlo, chapurreó algo. Algo que ni él mismo alcanzó a comprender.
¡Tú a lo que viniste!, le ordenó el jefe. Espera tu turno, que cualquier día te atienden. Y no vuelvas a ponerte creativo.
El jefe fanfarroneaba, pero lucía maltrecho. Daba la sensación de querer abreviar un tormento. Sus compañeros apuraban el trabajo.
Se dio media vuelta.
¡Tú!, se dirigió a la bien torneada que lo acuchillaba con la vista. Más consideración. No me retrates así. Aunque no lo creas, soy poeta. En apuros, pero poeta.
Más que sus palabras, intimidaba su aspecto abrumado.
Se acercó a ella, bajó la Glock hasta la altura del muslo y profirió:
Saliste de la noche
Con flores en las manos.
Vas a salir ahora del tumulto del mundo,
De la babel de lenguas que te nombra.
Yo que te vi rodeada de hechos primordiales,
Monté en cólera cuando te mencionaron
En oscuros callejones.
¡Cómo me gustaría que una ola fresca cubriera mi mente
Que el mundo se trocara en hoja seca,
O en un vilano al viento,
Para poder encontrarte de nuevo
Sola! …