Pide un deseo
El hombre del vivero no me invita a sentarme cuando cruzo la puerta y entro en las sombras de su oficina; quizá porque no es necesario hablar ni discutir el motivo de mi presencia aquí. Él lo sabe, exacto; lo ha sabido en cuanto ha mirado mi tripa lisa debajo del vestido. Se levanta, me rodea, y no muevo la cabeza hasta que se para junto a mí. Es como si pudiera ver la transparencia de sus palabras antes de que le salgan de la boca.
—Mejor que esté todo, ¿eh?
—Si no se fía, cuéntelo.
—No, no me hace falta —dice—. Tranquila.
Tiene que rozarme la mano para coger el sobre, aunque no lo abre. Me sonríe con su boca pequeña y mullida, un lunar con relieve sobre el labio, la lengua que cecea un poco, y todavía sin mirarme. Le veo la tierra debajo de las uñas. Debe de haber más en otros huecos, seguro.
—Un momento. Es que me gusta el orden.
Ahora cuelga el cartel de cerrado del pomo dorado de la puerta. Me quedo contra la pared y espero. Apenas hay espacio para sentirme cómoda. Su oficina está llena de sacos de abono apilados en las esquinas. Botes de fertilizante vacíos se mezclan con la selva de su escritorio, con todos esos lápices de colores esparcidos sobre la mesa. Quizá haya estado pintando. Una planta de brazos oscuros que ni siquiera exista en este mundo. Si me mirara con más atención, sabría que me he maquillado, que he practicado cómo tengo que darle la mano delante del espejo, que me gustaría terminar cuanto antes. Es como si estuviera ciego, o no quisiera que le contagiase con mis preguntas.
Cuando se mueve hacia mí, suave, lo veo detrás de él, al otro lado de la puerta corredera: un espacio inmenso, casi abrasador; todos esos tallos y hojas que tiene que mojar continuamente. Pone los dedos en la manija. Ahí están las uñas otra vez, y la tierra bajo cada una.
—¿Vamos?
Publicidad
Dentro del vivero hace calor. El aire está cargado de una humedad huraña y viva que me corretea por la piel, o quizá está ya dentro de mis pulmones. Se pega a las paredes de mi cuerpo. Caminamos a un costado del camino de tierra como dos caracoles cegados por la luz. A mi lado, las plantas parecen hablar como los niños, a cuchicheos, apretándose contra los cristales. Me molesta el vestido, y es extraño, quiero tocar la punta de las hojas, dejar que me rocen las piernas y la tripa con los tallos húmedos. Él mueve su dedo índice. Entonces me doy cuenta. Está contándolas. Es absurdo pensar que una planta desaparece cuando dejas de mirarla, y aun así, sus manos hacen esa música, y es posible también que ellas lo sepan.
—Tranquila —dice.
No sé si se lo ha dicho a una de ellas, o a mí, pero asiento sin dejar de mirarle las uñas. ¿De dónde va a sacar lo que busco? Creo que ya no me desagrada su mano. Podría incluso darle otro sobre si eso significa que va a ayudarme. El dinero es la llave de esta confianza, no se juega con él. Y además, es así como se acunan algunos secretos ásperos, sin decir una sola palabra, sin mencionar el asunto. Sé que podría pedirme cosas mucho peores que unos cuantos billetes usados. En casa nos ha costado un poco conseguirlos.
—Habéis venido muchas últimamente…