Cuatro poemas - Ioana Gruia

Grant McCurdy

Rain, rain

Adoro esta canción de Chris Spheeris. Me abriga el corazón y la piel, me enloquecen sus acordes griegos, olas mediterráneas sabiamente mezcladas en un imaginario urbano. Siempre que la escucho me imagino atravesando París bajo la lluvia, con un abrigo, unos zapatos y un paraguas rojo. 

Hace años un amigo muy querido, Juan Javier Ortigosa, me regaló un poema hermoso que tengo en la pared encima de mi mesa de trabajo: «La mujer de rojo». Cada vez que me embarga la tristeza lo leo para darme ánimos. Por los extraños y milagrosos pasillos de la poesía, los amigos talentosos, aún sin conocer en ocasiones detalles de nuestra vida, los intuyen artísticamente. Cuántas veces habré vuelto desde entonces a los últimos versos de este poema, cuya clarividencia me emociona tanto: «Sabe lo arriesgado que es/ llevar el corazón al descubierto,/ encontrar un verso, un color o a una persona/ que combinen bien con nuestra vida».

Yo siempre quise ser una mujer de rojo, alguien que cruzara con paso veloz una ciudad al atardecer bajo la lluvia y la brillante luz de las farolas. Una mujer que acariciara las frutas en los puestos del mercado y hundiera las manos en los sacos de legumbres, como la protagonista de la película Amélie de Jean-Pierre Jeunet. 

Verse en sueños

[…] j’entre à l’intérieur de moi les yeux fermés et ça se lit

HÉLÈNE CIXOUS

Me gustaría mirarte como miro en estas fotos la pantalla de mi ordenador. Miro la pantalla porque no puedo mirarte. Entro en mi interior, me veo en sueños y al leerme voy hacia las palabras de Liliana Lukin:

Con una marca de tinta

señalo las puertas

de los sueños no cumplidos.

En la película que imagino recorro distintos escenarios (una librería tetería que bien pudiera ser «La Fugitiva» de Madrid antes de transformarse en una placa al interior de otra librería, la esquina entre dos calles llenas de tráfico, amplias vitrinas y rótulos luminosos, una habitación, una larga avenida bañada por la lluvia) y espero encontrarte en cualquier lugar. «Me gustaría encontrarte siempre… en cualquier lugar… como el tango», dice el Corto Maltés.

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Sueños no cumplidos

Mi abuelo materno Iosif tuvo un sueño no cumplido: el amor de mi abuela. No de su mujer, sino de mi abuela paterna Silvia, a la que todo el mundo llamaba Silvica, una belleza que quitaba la respiración y una mujer que desbordaba simpatía. Hay un adjetivo en español que me gusta mucho y que la definía perfectamente, «salada». «Gitana salá», susurra Diego Pacheco a Asís de Taboada en esa espléndida y solar novela que es Insolación de Emilia Pardo Bazán.  

Se conocieron cuando mis padres, novios desde el instituto, decidieron que se iban a casar, en 1975. «Me enamoré de ti desde que te vi», se declaró mi abuelo materno a mi abuela paterna literalmente a principios de siglo, en el año 2000, cuando ella llevaba más de un año viuda. La llamó y se lo dijo por teléfono. 

Mi abuela me lo contó solo a mí. Lo apreciaba mucho, pero no quiso comenzar nada con él. Imagínate qué situación, murmuraba para justificarse. Mi abuelo vivía ya con mi madre y todas las mañanas, cuando mi madre se iba a trabajar, llamaba a mi abuela y repetía que llevaba veinticinco años enamorado de ella. El recibo del teléfono está por las nubes, me dijo mi madre, tu abuelo telefonea cada día a Silvica, no sé por qué, la verdad…

Mi abuelo murió a principios de 2003. Meses después, me quedé a dormir en casa de mi abuela una noche de verano. No sé qué hora era cuando me despertó un ruido suave en la habitación. Encendí el flexo y vi a mi abuela en camisón, encogida sobre sí misma, frágil como un pájaro, de pie al lado de mi cama. Tenía los ojos brillantes como si hubiera llorado y hacía movimientos pequeños y nerviosos con los puños apretados.

—¿Qué te pasa, abuela? —pregunté asustada. 

Se inclinó sobre mí y contestó con voz aguardentosa, rasgada, enfebrecida:

—¿Por qué no me habré ido yo con Iosif, por qué? 

La luz entre las ramas

Mis padres fueron compañeros en el instituto al que iban ambos, Gheorghe Lazăr de Bucarest. Allí se enamoraron, se casaron al terminar la universidad y se separaron cuando yo tenía seis años. 

Pasé mi infancia en un apartamento cuyas ventanas daban todas al instituto Lazăr y al parque que lo rodea, Cişmigiu. La visión diaria del venerable edificio, uno de los más antiguos de Bucarest, de los árboles elegantes que lo ciñen y sobre todo de la luz entre las ramas, los destellos de sol entrelazados con las hojas, moduló sin duda mi sentimentalidad. Soy hija de esta imagen, está en mi piel, me espera como me esperan los recuerdos, los poemas y las canciones que más amo. No sé qué sentirían mis padres al mirar cada día el instituto y el parque donde nació su amor y que fue inevitable testigo de su deterioro y su final. 

A veces en mi habitación de Granada cierro los ojos y vuelvo a ver la luz entre las ramas del parque de mi infancia, la luz que me acarició el desconsuelo hace tantos años, la luz incorporada a mi élan vital, la luz que siempre me salva. Atraviesa las décadas e ilumina todos mis intentos de reconstruir y explicar la historia y la intimidad de mis padres y mis propias historia e intimidad. Soy hija del sueño no cumplido de mi abuelo, soy hija de los bailes a solas de mi abuela, soy hija de las cartas de amor de mi padre, soy hija de mis padres paseando de la mano a finales de la adolescencia en un parque sensual y venerable, en unos años más que oscuros de la dictadura y no obstante ellos dos bañados por la luz tan dulce entre las ramas. Y me digo, como en un bellísimo poema de mi querido Luis Escavy, «He construido mi vida/ en base a cierta idea del pasado/ que ahora ya no puedo abandonar».

Textos pertenecientes al libro inédito La mujer de rojo (escenas de una película imaginaria o apuntes de un diario soñado), de próxima publicación.

Ioana Gruia

Ioana Gruia (1978, Bucarest, Rumania). Desde 1997 vive en Granada. Ha publicado las novelas El expediente Albertina (Castalia/Edhasa, 2016, premio Tiflos) y La vendedora de tiempo (Espuela de Plata, 2013) y los libros de poemas La luz que enciende el cuerpo (Visor, 2021, premio Hermanos Argensola), Carrusel (Visor, 2016, premio de poesía Emilio Alarcos) y El sol en la fruta (Renacimiento, 2011, premio Andalucía Joven de poesía). La luz que enciende el cuerpo fue seleccionada por críticos de El Cultural como uno de los mejores diez libros de poesía en español publicados en 2021. Se han publicado las antologías de su poesía El cuerpo cítrico (El Ángel Editor, Quito) y Feminista con alma de bolero (Ayuntamiento de Lucena). Es también autora de La literatura comparada, una disciplina hospitalaria (Universidad de Salamanca, 2021), La cicatriz en la literatura europea contemporánea (Renacimiento, 2015) y Eliot y la escritura del tiempo en la poesía española contemporánea (Visor, 2009). Recibió el premio Best Poetic Cycle del Festival Internacional de Poesía Ditet e Naimit (Tetovo, Macedonia del Norte) en 2020. Actualmente es profesora titular de teoría de la literatura y literatura comparada en la Universidad de Granada. 

http://www.ioanagruia.com
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