El brujo WASP

Les glaces prenaient des attitudes superbes. Ici, leur
ensemble formait une ville orientale, avec ses minarets
et ses mosquées innombrables. Là, une cité écroulée et
comme jetée à terre par une convulsion du sol.

JULES VERNE

I

Joshua Ficklebone no era un trotamundos: en cambio tenía la malta. Y en vez de volar a Roma o a las islas Fiji, como cualquier persona normal, no por cierto prefería viajarse en un naufragio de etanol, a semejanza de un borrachín de farola ahogado, en ocasiones, también en su propio vómito. Bebedor mesurado y exquisito, probar un whiskey lo elevaba de un pedestre achispamiento al arrobo de los místicos y visionarios. 

Cada noche desde que su esposa muriera, Ficklebone se teletransportaba con la mente a alturas espirituales, que no espirituosas. Jamás se tiraría al vicio. Hasta cierto punto el alcohol facilitaba la ilusión; sin embargo, el elemento imprescindible para que el periplo tuviera lugar no era ni el agente espirituoso ni la música de concierto con que amenizaba las veladas, sino otra cosa: los hielos triturados que flotaban en los cuatro dedos justos de bebida.

A diferencia de sus coetáneos, a Joshua nunca lo había seducido el cine sensorial, ese fenómeno del entretenimiento que, basado en la idea profética de Huxley, estaba en boga. Prefería el arte de la imaginación. Cada vez que se sentaba en el reposet inteligente y daba vueltas al vaso, al tiempo que escuchaba el tintineo de los hielos y que el mullido masajeaba su región lumbar partiendo de una micro resonancia magnética, se imaginaba que esas formas caprichosas, esas cuchillas de diamante frío, eran edificaciones de la ciudad más caótica que había conocido en su vida: la CDMX. Hacía tres décadas, en su única visita a la Ciudad Monstruo por motivos de trabajo, quedó impresionado por los contrastes. Por un lado había altos edificios de cristal, monumentos de piedra y tezontle, casas faraónicas, jardines verdes y podados al ras; por otro, había banquetas desdentadas por el empuje de las raíces arbóreas, segundos pisos cuya hechura rudimentaria parecía al borde del colapso, chabolas de tonos chillones que daban la impresión de estar ensambladas con mondadientes y que se apelmazaban unas sobre otras sobre los cerros, como si el monte fuese una media pelota formada con chicles masticados de piña, fresa y tutti frutti. Acostumbrado a ciudades eficientes y modernas, a metrópolis donde la electricidad había sustituido el dísel y donde no había empleados ni cajas en las tiendas de autoservicio, la Ciudad de México lo sedujo y lo asqueó a un tiempo. La coexistencia en un mismo espacio entre riqueza, precariedad, ciencia y el espíritu mágico-supersticioso de las civilizaciones precolombinas le resultó nauseantemente prodigiosa.

Desde entonces ya no había vuelto a salir de Mirror Pine, pero, con cada vaso de whiskey on the rocks, podía visitar de nuevo, mediante un ejercicio imaginativo, los tianguis, la Catedral Metropolitana, la Alameda Central.

II

Mirror Pine era una zona residencial en el condado de Montgomery, Texas. La casa de Joshua se ubicaba en una colonia con lago artificial y campo de golf. Algunas tardes, habiendo salido temprano de la automotriz, se sentaba en una tumbona junto a la alberca en forma de riñón. En la orilla más lejana del lago se percibía un continuo de destellos: eran los autos eléctricos que corrían por la autopista, reflejando la luz del sol desde los toldos bien encerados. Las llantas producían un zumbido y una estática constante, similar a un burbujeo de plata, producto de la recarga automática de las microfibras al rozar el concreto hidráulico. En esa misma orilla se levantaban casas de dos o hasta tres plantas con jardín, alberca y cobertizo para el bbq. Los paneles solares ubicados en los techos seguían el curso del astro a la manera de heliotropos de cromo.

Al lado de la autopista había una gran extensión de césped. Eran días de mucho sol, y resultaba extraño, por no decir sospechoso, que no hubiera niños jugando a la pelota o parejas retozando en toallas de colores. Al lago le faltaban remeros, nadadores y barquitos de vela. Un vaho como de marisma subía a lo largo de un sendero oculto bajo la fronda; al calor podría habérsele dado el nombre de costero. El clima era excelente para ejercitarse y tomar el sol. Sin embargo, los espacios estaban vacíos y los parques ofrecían estampas desérticas.

Joshua experimentaba una anestesia espiritual cuando veía el paisaje conformado por jardines vacíos, albercas sin salpicaduras, parques desiertos y un lago sin una sola lancha, todo coronado por un cielo azul que parecía una losa soporífera sobre el suburbio. La actividad estaba en las tiendas, en el interior de las casas, en el auto fresco que se deslizaba pulcramente sobre la autopista. El pasto verde, el kiosco impecable y el lago limpio eran los adornos que se veían desde el camastro, con un té helado y una pieza de Gounod en el audífono cortical.

Su esposa había muerto hacía seis meses, y su hija Barbara daba clases de Robótica en la UNAM. Estaba solo en el caserón, y en esas tardes en que se sentaba a la orilla de la alberca, podía escuchar, en el silencio de la colonia, los chiflidos de Conchita desde el living. Conchita, oriunda de Ciudad Juárez, hacía pésimo el quehacer. Como se lo había comentado a Barbara, le hubiera gustado sustituirla por uno de los robots que sus alumnos tercermundistas hacían inútiles esfuerzos por desarrollar a partir de pura chatarra. Corría el año de 2067, y si los androides de servicio aún estaban en una fase experimental aquí en la tierra de los libres, ¿en qué estado se hallarían al otro lado de la frontera? 

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El buen comportamiento de jardines y albercas y el silencio apenas roto por el «Noa Noa» silbado por Conchita le inspiraban soledad. Era entonces cuando más extrañaba a Gretchen. ¿Quién iba a decir que una mujer sana, que hacía ejercicio todos los días y que nunca había tenido resfriados, había de ahogarse con un burrito en Taco Bell? Mientras le aplicaba la maniobra de Heimlich, Joshua había visto, enmarcada en el ojo de buey de la puerta que llevaba a la cocina, la mueca de satisfacción de un pinche hispano, en el sentido original del término. La ambulancia llegó demasiado tarde. 

Aún tenía a Barbara. Pero Barbara vivía a miles de kilómetros, en un territorio azotado por el crimen y por la pobreza. Él había intentado disuadirla, pero ella estaba convencida de que debía poner sus conocimientos al servicio de un país subdesarrollado. Así era Barbara: un corazón de oro, como Lady Di. Y en cierta manera él tenía algo de culpa. En la niñez, antes de dormir, Joshua le narraba historias referentes a su visita a la Ciudad Monstruo. Barbara escuchaba boquiabierta. Él nunca había entendido si lo motivaba el simple deseo de entretenerla o el afán de aterrarla. Lo cierto es que, espoleado por la luz que se encendía en los ojos de la chiquilla, luz que bien podía significar pánico o mero interés narrativo, Joshua se engolosinaba en las descripciones sórdidas de la metrópoli.  

Ahora bien, independientemente de los muy oscuros propósitos del padre —si es que los hubo—, Barbara desarrolló una empatía por todo lo malhechito y lo pintoresco. En la adolescencia, a través del programa Pen Pals, emprendió correspondencia electrónica con un muchacho de Ciudad Neza cuyo sueño era estudiar Ingeniería en el MIT. Al enterarse de ello por boca de Gretchen, Ficklebone sintió celos: paterfamilias a la vieja escuela, su privanza veía al quarterback del equipo de Clear Springs High como el aspirante número uno al corazón de su hija, un joven modelo en toda la extensión de la palabra, que todos los domingos asistía a la iglesia metodista junto con sus padres. Con todo, tras el enfado inicial, sospechó que Barbara actuaba, más que por afecto, a partir de una conciencia de clase motivada por la culpa y por la corrección política. De cualquier modo, nunca volvió a oír del nezeño. Y lo más seguro era que Barbara se hubiese olvidado de él, pues en Harvard había estado a punto de casarse con un afgano y, más adelante, con un somalí. Gracias a Dios los dos tenían esposa en el terruño... No que fuera racista. 

El caso es que la extrañaba, y en ocasiones le hubiera gustado que una guerra civil estallase en México para que su hija volviese al Lone Star State y tuviera descendencia con un tejano honesto, trabajador e imbuido en las tradiciones de la comunidad. Entre tanto, el whiskey era su mejor amigo. Siempre con mesura, por supuesto…  

Rodolfo Ruiz Vázquez

Rodolfo Ruiz Vázquez (Ciudad de México, México, 1987). Narrador. Su trabajo ha aparecido en las revistas Punto de Partida, Punto en Línea, Narrativas, Nocturnario, Marabunta, Almiar, Primera Página, Kopek, Bitácora de Vuelos, Codalario y Altura Desprendida.

https://www.instagram.com/gallicinio_1987/
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