Paparajote
—A mí para lo único para lo que me sirvió el servicio social fue para adelgazar diez kilos, daba paseos por el campo y no probaba la comida, así que, al volver, una costurera asturiana que venía a casa hacía tiempo me hizo un traje azul pálido que me sentaba de maravilla, gracias a mi reciente esbeltez, con el que bailé el primer vals de mi vida social junto a todas las debutantes, y luego tenía que volver pitando a medianoche, sí, como Cenicienta, tienes razón, pero sin zapatitos de cristal ni hada madrina, y pedí prórroga para quedarme un rato más de lo bien que me lo estaba pasando. Esa fue mi puesta de largo, poco antes de cumplir los dieciocho, ¿no te lo había contado? –Hoy hemos plantado la sombrilla en la zona nudista sin darnos cuenta, porque Mercedes no ve de lejos y a esa hora tan temprana a la que llegamos no hay casi nadie todavía en la playa. Eso en sus tiempos no se llevaba, pero no se escandaliza, ella es más moderna que mis abuelos, que son muy clásicos, y sigue contándome sus cosas, finge hacer un crucigrama mientras los ojos escondidos detrás de los cristales opacos de las gafas revisan de arriba abajo esos cuerpos bronceados sin encontrar la marca del bañador, esa línea que separa lo pálido de lo moreno.
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Yo me pongo las mías y hago lo propio mientras me pongo crema en las piernas. Es densa, de protección alta, y tapa la piel al pintarla del color del huevo batido. La perra se acerca y me lame el gemelo, por si aquello fuera comestible, arrugando la frente como preocupada. Me pregunto qué pensará, si echará de menos a su madre o a sus hermanos. Miguel lee un cómic a la sombra, los ojos prendidos de los nueve lobos negros que rodean a Yakari, y no mira a los bañistas, o no tanto como nosotras. Al quitarse la ropa parece que caminaran sobre la punta de los pies, ligeros y felices durante este tiempo en que corretean desnudos por la arena mojada, frente a nuestra sombrilla de rayas. Con la marea alta, la playa se achica, los paseantes van menos separados por esa lengua de tierra húmeda; en un ejercicio de cortesía digno de un manual de etiqueta y buenas costumbres, cuando se cruzan unos con otros procuran no rozarse y tampoco se miran a los ojos, ni a los pechos al viento, sino al frente, como si al quitarse la ropa sus cuerpos fueran invisibles, y no mucho más presentes. Fingen normalidad, juegan muy serios a que el desnudo sea lo habitual y no lo extraordinario, y de tanto jugar se acabarán creyendo que en su día a día deambulan en cueros y no tapadas las partes pudendas. Si me atreviese yo también me desvestiría, pero me da vergüenza aunque en mi cuerpo de niña no hay curvas notables, o tal vez justo por eso: quizás si las tuviese querría mostrarlas, aunque se quemara esa piel del color de la nata en donde nunca me ha dado el sol y luego me doliese al sentarme–. No me puse yo de largo en una fiesta sola, no. Me puse con unas cuantas debutantes en una fiesta de Agrónomos, y fui escoltada por todos los amigos de mi cuñado, que eran mayores que yo y me cuidaban mucho. Así, no teníamos un lujo muy grande, el vestido era hecho en casa, de seda salvaje, y me quedaba estupendo porque yo entonces tenía buen tipo. Además, las debutantes iban todas vestidas de blanco, como suelen ir. Yo no quise ir vestida de blanco porque me parecía que no había obligación, me parecía un poco como ir de primera comunión y entonces escogí esa tela en una tienda que debe de haber todavía en Serrano que se llamaba Zorrilla y era una tela preciosa y luego me hicieron una forma sencilla y con esa tela tan bonita me quedó un traje espectacular y además pues muy distinto porque era azul pálido y las otras lo tenían blanco. Bailé mucho, casualmente con el que luego me casé, que entonces no lo conocía. Sí, Pedro, se llamaba, no creía que te acordases de su nombre ya. Fue con el que más bailé, bailábamos los clásicos: el vals, el pasodoble, el foxtrot, que era dos, y uno, dos y uno, y de ahí no salíamos… Ah, y el chotis alguna vez, sí, hacíamos algunos pinitos con el chotis. No sé si está mal que yo lo diga: yo entonces tenía mucho éxito, sería la juventud o qué sé yo. Ya no era un torpe patito feo, sino un elegante cisne blanco: pasé de ser una adolescente gorda y bruta a la que no hacían caso los chicos, a que se desvivieran por mí. Fue una pequeña revancha, digamos, y como yo tenía el amor propio algo magullado, pues me vino de perlas, claro, esa atención alborotada. Ahora, todos estos años más tarde, que parece que hace siglos de aquello, no te lo imaginarías al verme en bañador, pero yo de joven tenía un éxito tremendo...