Los Hijos de la Patria

Levi Meir Clancy

Otro día. Me despierto a la misma hora. Lo sé por el color en los pedazos de cielo que entran por los agujeros del nuevo refugio armado con trozos de madera, bolsas de plástico y pancartas políticas arrancadas de los postes de luz. Danny duerme aún. Es de los últimos en despertarse. También se queda despierto hasta tarde, casi siempre después de fumar dos o tres cachos de yerba que nos ponen los ojos rojos y la risa fácil. Las primeras veces me obligó a darle un chupete. No me gustó. Y no porque los demás se rieran por un buen rato de mis interminables ataques de tos, sino porque sentía que la vida se me iba por la garganta y el corazón se me aceleraba como cuando a una le dan un gran susto. Ahora ya me acostumbré y me gusta la sensación de ligereza, de abandono, de tanto alivio. Y también me pongo igual de rabiosa que Danny si no hay yerba para fumar. Ahí se levanta el Rastrojito, como le dicen todos por la calle cuando pedimos limosna o registramos la basura o hacemos cualquier otra cosa buscando algo de comer. Es el más nuevo y el único que no ha podido quitarse la costumbre de lavarse los dientes en las mañanas. Como no tiene con qué hacerlo, utiliza el dedo índice a modo de cepillo y luego se enjuaga con un sorbo de agua del envase plástico que guardamos debajo de nuestro sofá, un tronco puesto sobre dos piedras que cargamos hasta allí con grandes esfuerzos. También es el más pequeño. Ni siquiera sabe cuántos años tiene. Por el tamaño le calculo no más de ocho. Es tan diminuto. Yo intento protegerlo hasta donde pueda. Ahora mismo, cuando se levanta, se cepilla con el dedo, toma su sorbo de agua y lo escupe ruidosamente. Vigilo que Danny no se dé cuenta: no quiere que gastemos nada sin avisarle. Si se entera, seguramente lo golpeará. Al Rastrojito siempre lo golpean. Sobre todo porque él nunca se rinde. Por más grande que sea el contrario, por más desventaja que lleve, no se rinde. Lo posee como una rabia infinita y arremete con más fuerza. Casi siempre hay que sujetarlo para que no quede tan lastimado. Ya se ha lavado los dientes con el dedo-cepillo y viene hacia acá cuando Cuñete se está despertando. Cuñete era bastante gordo, me dijo Danny. Ahora la ropa que trajo le quedan holgadas. Pero le siguen diciendo Cuñete. En este nuevo mundo nuestros nombres dejaron de nombrarnos. Somos otros y hasta lo parecemos: estamos flacos y ennegrecidos por vivir así, a veces sin comer nada en todo el día. Hasta hace poco, después de abandonar el otro refugio, dormíamos en donde nos sintiéramos protegidos del frío. O donde no hiciera tanto calor. Siempre huyendo de la policía. Danny dice que si nos agarran debemos callar lo que hemos hecho y nunca mencionar a los demás. Cada quien debe fingir que tiene poco tiempo huido de su casa. Y allí mismo hicimos otro pacto: nos cortamos un dedo y con la sangre nos hicimos una manchita en la ropa, como diciéndonos ahora ya confié en ti y si me fallas puedo derramar tu sangre. Hacemos pactos para cada cosa que a Danny le parezca un secreto por guardar. Danny se mueve. Lo más seguro es que a esta hora tenga ganas de hacer cositas. Él lo dice de otra manera, pero a mí no me gusta ese nombre. Chingar. He aprendido a disfrutarlo y me parece que llamarlo así le quita la parte bonita. Danny dice que soy una gafa, que lo importante son las cosas y no cómo se nombren. Pero no puedo quitarme el desagrado que me producen ciertas palabras nombrando cosas que me gustan. Debe ser una costumbre aprendida de la que no me puedo desprender, como Rastrojito la de lavarse los dientes. Mi mamá era así, le repugnaban palabras como papo, referida al órgano de las mujeres; o telele, como desmayo. De allí que voy y vengo, de las palabras de Danny a las de mamá: la de antes de que empezara a beber todos los días hasta quedar tendida en el sofá, borracha perdida, gritándome por cualquier cosa; antes de que se echara de novio a don Ferna, un viejo inaguantable que me miraba con ojos raros. Cuando se lo comenté, empezó a echarme la culpa. No hubo forma de que me oyera. A los mayores hay que explicarles demasiado las cosas para que nos entiendan. Según su forma de verlo, yo lo provocaba. Ya no era mi mamá. Y cuando empezó a decirme por cualquier cosa que bien podía irme si era de mi apetencia, pues bendita la falta que hacía allí quien no era sino de comer, cagar y hacerle gastar el poco dinero que tenía, comprendí que ya no tenía mamá. Así que me propuse olvidarla. De mi papá, quien se había ido hacía años, solo me acuerdo vagamente. Debí haber estado muy pequeña porque solo puedo recordar ser alzada y abrazada por una figura de hombre con cara borrosa. Mi mamá decía que viajaba mucho y que un día simplemente no volvió. Una mañana como esta agarré los vestidos que más me gustaban, los metí en una bolsa junto al osito con el que dormía y salí sin que ella y su horrible novio me oyeran. Caminé y caminé. Atravesé calles y avenidas hasta que llegué al mar. Sentía que daba vueltas por las mismas partes por donde había pasado antes. Había una avenida bordeando el agua, que a esa hora lucía en calma y reflejaba la mañana como un espejo grandote, y la seguí por el lado de la orilla. Caminaba entre la basura y pozos de aguas negras, y a cada paso encontraba cuerpos de gatos y perros pudriéndose entre las piedras. De pronto me fijé, al otro lado de la vía, en tres niños junto a la cerca metálica de un descampado. En cierto lugar se detenían y discutían acaloradamente. Luego levantaban las láminas de metal oxidado y se metían por allí. Sentí que debía seguirlos.

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Al traspasar, el terreno estaba surcado de senderos llenos de arbustos, tunales y cardones altos. Eché a andar por uno de ellos y al poco escuché una algarabía. Me agazapé en unos matorrales y pude ver que se trataba de una pelea entre dos muchachos, mientras otros les hacían coro. Me asustó muchísimo la forma de pelearse: se movían en pequeños círculos, cada uno tenía una mano cubierta con un trapo y una navaja o un cuchillo pequeño en la otra. Se acometían. Uno de ellos, que era Danny, sangraba por una herida en la cara y el otro se agarraba el abdomen, aunque no se le veía sangre. Lo que más me asustó fue que se miraban con la misma rabia con que se miran dos perros en pelea. Yo estaba paralizada del miedo. Debí haber dado un gemido o algo, porque en eso me vio Veloz, el otro que ahora duerme. Tiene mucho parecido con una ardilla grande. Lo mira a uno con unos ojos brotados y anda con los movimientos cortos y bruscos de ese animalito. Y casi nada se le escapa si está vigilando. Lo cierto es que lo vi cuando él me vio y nos quedamos viendo. No pudo reprimir el grito: ¡Miren, es una jeva! Todo a nuestro alrededor se paralizó. Los combatientes dejaron de acometerse. Las barras quedaron en silencio. Callaron de repente los insectos del monte. Y hubo seis pares de ojos fijados en una niña temblona con cara de llanto parada detrás de unos matorrales, en la mano derecha una bolsa con vestidos y un osito de peluche. Veloz y Cuñete se acercaron. En eso, los del otro bando agarraron a su peleador, cimbrado por la herida y el dolor, y emprendieron la huida. Traté de escapar, pero Veloz y Cuñete me acorralaron. Ya iban a agarrarme, cuando se oyó la voz de Danny: Paren, paren, que se van a desnucar. Es una de sus frases favoritas. Si a la gente se le reconociera por lo que dice, él sería una corta colección de dichos como este. Ah, y por hablar de sí mismo como si no fuera parte de la conversación. Se acercó por detrás de ellos, con el balanceo que usa para impresionar. Sentí aún más miedo, su cara era una máscara de sangre, tenía el cuchillo en la mano y en sus ojos todavía el brillo de la rabia. No he oído a Danny decir cójanla, dijo. Su voz sonaba como encerrada en una cañería rota. Yo no podía apartar los ojos de él. Pegó un coscorrón a Veloz por detrás. Debiste aguantarte hasta que Danny terminara, dijo, sin dejar de andar hacia mí. Tanto esperar para borrarlo del mapa y ahora que estaba listo vienes a interrumpir su faena. Y todo por esta ratica. Me miró unos segundos como si se tratara del animal que había nombrado. De repente se volteó y echó a andar por un sendero. Tráigansela a Danny, ordenó…

Luis Aristimuño

Luis Aristimuño (Cumaná, Venezuela, 1952). Ha publicado dos libros de cuentos, Voces y Los ojos del Ángel. Tiene publicada una novela, Los restos del Rey Zamuro (formato digital) en Amazon. Es escritor de artículos de opinión en diarios de su ciudad natal y ahora en Facebook. Actualmente reside en Lima, Perú.

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