En el mundo interior del capital

Alexander Schimmeck

Durante los primeros meses de 2022, como si se tratara de un proceso colectivo de transición anímica entre el entusiasmo por el aparente ocaso de la pandemia de Covid-19 y el esperado inicio de la invasión rusa a Ucrania, tanto las pantallas analógicas de la televisión como las pantallas digitales de las redes sociales argentinas se obsesionaron con Leonardo Cositorto, quien sería finalmente atrapado a principios de abril por la Interpol acusado de organizar una estafa financiera masiva que, incluso durante sus últimos seis meses de agónica existencia, fue capaz de recolectar ganancias por 500 millones de pesos argentinos (equivalentes, más o menos, a unos dos millones y medio de dólares). 

Desde ya, la cifra real de lo estafado es muchísimo mayor, aunque la propia naturaleza de este tipo de maniobras neutraliza buena parte de las denuncias. De hecho, las víctimas de esta clase de estafas «piramidales» suelen pertenecer a lo que los grandes bancos llaman con piedad «pequeños inversores», es decir, propietarios de cantidades de dinero comparativamente irrelevantes y muchas veces a la sombra de cualquier debido registro impositivo, por lo que para el sistema bancario resultan prescindibles. Por supuesto, seríamos muy ingenuos si creyéramos que los grandes bancos rehúyen al dinero fuera de todo registro, por lo que deberíamos quedarnos con la idea de que, para los negocios bancarios, este segmento del mercado de inversores es irrelevante.

En combinación con una colorida gama de elementos esotéricos y narcisistas a tono con el mito neoliberal del «emprendedor», lo que la organización de Leonardo Cositorto prometía a sus «pequeños inversores» en Argentina, Perú, Colombia, Paraguay o Bolivia, entre otros países, eran ganancias del 7,5% mensual (en oposición al 0,10% que ofrecen los bancos argentinos) a partir de una inversión inicial mínima de dos mil dólares. Palabras más, palabras menos, un frágil primer paso hacia el sueño financiero de vivir de intereses, libre de la maldición bíblica del trabajo.

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Sin embargo, más atractivo que los detalles técnicos sobre cómo funciona un «esquema Ponzi» —acerca de lo cual la entrada en Wikipedia sobre la vida y la obra del ítalo-estadounidense Carlo Ponzi (1882-1949) es didáctica— es acercarse al verdadero asunto en cuestión, que en los términos de un gran filósofo alemán contemporáneo podría presentarse así: «El hecho primordial de la Edad Moderna no es que la Tierra gire en torno al Sol, sino que el dinero lo haga en torno a la Tierra».

En efecto, el dinero gira en torno a la Tierra, pero para recordar sus contundentes polos de atracción entre quienes no son suficientemente pobres como para dejar de comer, pero tampoco suficientemente ricos como para controlarlo, nada mejor que la información. Según Forbes, las máximas fortunas mundiales han crecido a ritmos cercanos al 7% anual desde 1987, lo cual significa un crecimiento entre tres y cuatro veces más rápido que el crecimiento del patrimonio medio y unas cinco veces más rápido que en el caso de la renta media. «Por definición», escribe el economista Thomas Piketty en Capital e ideología, «semejante divergencia no puede prolongarse de manera indefinida, excepto bajo la hipótesis de que el patrimonio mundial correspondiente a los multimillonarios tiende progresivamente al ciento por ciento del patrimonio mundial, algo que no es ni deseable ni realista: es probable que se produzca una reacción política mucho antes de que eso ocurra».

En este punto, se trate de una «reacción política» en un sentido u otro, lo cierto es que, mientras permanecemos a la espera, la pandemia global de Covid-19 profundizó la distribución desigual de la riqueza. Y es con esto en cuenta que adquiere densidad el vértigo de una genealogía cada vez más renovable de desesperados apostadores de alto riesgo que como Cositorto, sus socios y sus víctimas, nos invitan a lanzarnos a la estimulante aventura del winners take all. Por lo tanto, no deberíamos perder tiempo preguntando por qué los estafadores deambulan entre nosotros, sino más bien por qué nosotros necesitamos creer cada vez más en ellos. 

Una primera respuesta podría ser: en el mundo interior del capital tal como lo habitamos, hecho de ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres, la estafa a nuestras expectativas no es la excepción sino la regla. Esta hipótesis adquiere más brillo si consideramos lo que Piketty sugiere pero su colega Yanis Varoufakis explica: la extrema desigualdad hoy es perfectamente compatible con los grandes negocios, ya que una economía cada vez más atada a las finanzas y la especulación, esto es, desvinculada de la realidad, no requiere de los productores ni de los consumidores para crecer. Contra los escépticos o los desinformados, Varoufakis presenta un ejemplo: en los primeros siete meses de 2020, la economía de Reino Unido había sufrido su mayor contracción en la historia (una caída del ingreso nacional superior al 20%), aunque la Bolsa de Londres reaccionó con un alza en el FTSE 100 (su principal índice bursátil) de más del 2%. El mismo día, cuando los Estados Unidos empezaban a parecerse a un estado fallido y no solamente a una economía en problemas, el índice S&P 500 alcanzó un pico sin precedentes…

Nicolás Mavrakis

Nicolás Mavrakis (Buenos Aires, Argentina, 1982) es autor de los libros de relatos No alimenten al troll (2012) y En guerra con la piel (2020), la novela El recurso humano (2014) y los ensayos Houellebecq, una experiencia sensible (2016), La utilidad del odio. Una pregunta sobre internet (2017), El sexo no es bueno (2018) y Byung-Chul Han y lo político (2021).

https://twitter.com/nmavrakis
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