En medio de la nada
—Suban a la cabina —ordenó el chofer—, y se acomodan como en el vientre de su madre antes de que los pariera. ¿Está claro?
Era un árabe afilado y duro, como de alambre. Debajo del chaleco, llevaba una camisa negra cuyas mangas, con la brisa caliente, flotaban sobre su cuerpo raquítico. Miré a mi alrededor. Dos o tres veces conté al grupo hasta asegurarme del número exacto. Éramos veintiuno y estábamos junto a una carretera asfaltada en medio del desierto. El asfalto parecía humear y derretirse bajo un sol asesino. Alrededor, hasta perderse de vista, se extendía una arena del color del pan horneado. Comprendí entonces que no vendría ningún otro vehículo: que los veintiuno tendríamos que caber en esa vieja camioneta Peugeot, que parecía una enorme tortuga de caparazón arenoso.
—Voy a ser franco con ustedes —dijo el chofer—: vamos a atravesar el desierto y no puedo asegurarles que vayamos a llegar vivos al otro lado. Yo también me juego la vida, no lo duden. El viaje puede durar una semana como un mes, y puede acabar mal. Así que piénsenlo bien antes de subir a la camioneta. Piensen si están dispuestos a correr ese riesgo.
El árabe sacó una moneda del bolsillo y la lanzó al aire, como para echar suertes.
—La cara es la vida; la cruz es la muerte —dijo tapando con una mano la moneda caída en el dorso de la otra—. Fifty-fifty —añadió, dirigiéndose a los anglófonos—. Esas son las chances de que lleguemos sanos y salvos al otro lado, understood?
Nadie se inmutó. La mayoría veníamos de muy lejos y no estábamos dispuestos a dar marcha atrás. Había gente del Togo, de Gabón, del Congo, pero sobre todo de Ghana; también algunos nigerianos. Yo era la única camerunesa del grupo. Habíamos cruzado algunas palabras la noche anterior, en la casa de paso, en Agadez, y todos parecíamos asustados, pero también decididos. La casa había contribuido a ello. Era cálida y olía a frituras y la televisión, encendida alegremente a todo volumen, parecía ocupar todos los cuartos y disipar todas las dudas, y la atendía una mujer enorme y bonachona que nos dio de comer sin contar las porciones. Me hizo pensar en mi madre. Esa noche, por primera vez, me arrepentí de haberme marchado de Duala y añoré el olor a leña íntima y el río enorme por el que se había deslizado mi infancia; pero esta debilidad solo duró unos minutos. Recordé las razones por las que me había marchado y me parecieron tan irrevocables como dos semanas antes, al divisar las aguas lentas del Wouri desde la ventanilla del bus que salía rumbo al norte, preguntándome si las veía por última vez.
Ahora el árabe señalaba con un dedo largo y esquelético a varios del grupo —tú, tú y tú…—, y luego los iba metiendo en las cabinas de la vieja Peugeot, uno por uno, con las rodillas bien plegadas contra el pecho y los brazos enlazando estrechamente las rodillas, apilados como las ranas que en otros tiempos Yaro y yo metíamos en un tarro de vidrio hasta formar una sola masa viscosa y agonizante.
Al resto nos dispuso en la caja. Fijó unas estacas de madera en los flancos de la camioneta y luego nos sentó en la baranda, con la estaca entre las piernas y las piernas fuera de la caja, y nos advirtió:
—Se agarran bien, porque no vamos a parar bajo ningún pretexto, ¿está claro? Si se caen, aquí se quedan.
Sentí el culo en equilibrio sobre la baranda resbalosa y, con un inicio de vértigo, me aferré con las dos manos a la estaca que sobresalía del flanco arenoso de la vieja Peugeot.
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A los más bajos los instaló dentro de la caja, en posición fetal, las rodillas tocando los mentones; el resto del espacio era ocupado por dos barriles de gasolina. Luego entregó a cada uno una bolsa de yute, de esas donde se transporta el cacao, que contenía un bidón de agua donde figuraba nuestro nombre escrito con marcador negro.
—Son diez litros —dijo el árabe—. Es todo lo que tendrán en este viaje. Si dejan caer el bidón o lo pierden o se lo roban, es su problema.
Serían las cuatro de la tarde cuando arrancó. Apenas nos pusimos en movimiento, el desierto creció a nuestro alrededor, como si el traqueteo de la Peugeot y el sol se hubieran confabulado para multiplicar las dunas y dilatar los horizontes dorados.
La carretera era un tajo en el desierto sin fin.
Tenía la garganta reseca pero, impresionada por lo que había dicho el chofer, no bebí una gota de agua sino al ocaso.
Los primeros mil kilómetros, avanzando por la carretera asfaltada hasta la frontera entre Níger y Libia, el dolor resultaba más o menos soportable. Pero, al segundo o tercer día —como nos había advertido el árabe—, se irguió a lo lejos, en el horizonte de la carretera, un punto oscuro y amenazante. Entonces la vieja Peugeot salió bruscamente del asfalto para internarse en el desierto pedregoso, y cada tumbo de la camioneta se volvió una lanza que atravesaba el cuerpo desde las uñas de los pies a la raíz de los cabellos. El dolor era tal que, debajo de los lentes de sol y el pasamontañas que nos habían dado para protegernos de los latigazos de arena, se me saltaban las lágrimas.
Al anochecer, en un alto, un chico de Burkina Faso dijo algo acerca de los tuaregs, esos nómadas que se creen dueños del desierto. Había que rezar para no toparnos con ellos, porque de seguro nos quitarían la camioneta y el agua y ni siquiera tendrían la bondad de liquidarnos: dejarían que el sol se encargara de nosotros. Otro a mis espaldas dijo que el verdadero peligro era Boko Haram, que, montados en sus motos, atacaban de noche con artillería pesada, y que ellos sí tendrían la bondad de despacharnos de un balazo en la nuca.
Arrodillados, envueltos en la brisa fresca del desierto, unos se pusieron a rezar en inglés; otros en francés. Unos dirigían sus plegarias a Alá y otros, a Dios. Había una muchacha que murmuraba cosas incomprensibles en una lengua que parecía muy antigua y noble, y también más íntima que las otras, esas herencias coloniales de las cuales ya nunca nos desharíamos.
Los primeros días en el desierto fueron los más largos. Luego el tiempo se volvió de arena, monótono y alucinado, y los días se pusieron a girar como las aspas de un motor humeante. Todo ocurría lentamente bajo la opresión del sol. Sin embargo, apenas desaparecía en el horizonte, ovillados en la arena fría en torno de la Peugeot, preparándonos para sobrevivir a otra noche glacial, resultaba difícil no añorarlo.
Durante el día avanzábamos entre traqueteos dolorosos, con los miembros entumecidos, polvorientos de pies a cabeza, y respirábamos buscando el aire escaso entre la arena que nos azotaba la cara.
Un resplandor en el desierto, allá a lo lejos, llamó la atención del chofer, que ralentizó la marcha hasta detenerse junto a una duna grande que cambiaba sin cesar sus formas al azar del viento. A los pies de la duna, entre andrajos tan deshechos que casi se confundían con la arena, una veintena de calaveras y esqueletos refulgían como el marfil bajo el sol del mediodía. Un poco más allá, unos huesos pequeños, como de pájaro, parecían engastados en otro esqueleto mayor. Eran —adivinó un hombre— los restos de un bebé y su madre. El sol y el viento habían limpiado los huesos minuciosamente hasta hacerlos brillar…