Paracetamol

Ante Samarzija

9:23

—Va a ser buena. Te lo digo yo.

No se puede decir eso de las guardias de psiquiatría; trae mala suerte. Parece mentira que no lo sepa, piensa Alma mientras da otro sorbo al café aguado y se quema la lengua. Parece mentira que su compañera no sepa que, en cuanto te despistas, el hospital se venga de ti, como si tuviera vida propia, como si estuviera poseído por el espíritu de esa mujer enlutada que dicen que murió aquí hace años y que se aparece en el pasillo central. Pero por qué enlutada, piensa Alma de repente, si fue ella la que se murió. Se está de luto por los demás, no por nosotros mismos.

Qué guapa está la jodida, piensa Alma, mirando a su compañera. Su bata blanquísima, su maquillaje impecable, su sonrisa risueña. Parece mentira que sea ella la que se marcha, la que lleva veinticuatro horas de hospital encima. Parece mentira que Alma sea el relevo, la que deberá quedarse con el busca hasta mañana. Está sobre la mesa, el busca, y aunque lo llaman así hace años que no es un verdadero buscapersonas. Es solo un móvil anticuado, de esos que no se rompen cuando se caen al suelo, y que emite un horrible Nokia Tune cada vez que llega una nueva urgencia.  

—La de ayer fue buenísima. Apenas me llamaron.

Y encima presumiendo la hija de puta. Alma intenta sonreír, que no se le note el asco entre los dientes. Sabe que si la guardia de ayer fue buena, la de hoy será mala. Solo hay dos factores que determinan la afluencia: la cantidad de pacientes psiquiátricos por metro cuadrado y el día que decidan acudir a que alguien los escuche. Alma sabe que la cantidad de pacientes no cambia nunca, y si ninguno de esos pacientes eternos decidió venir ayer significa que todos vendrán hoy. 

Solo le queda un consuelo: pase lo que pase, dentro de veintitrés horas y treinta y dos minutos, a las nueve en punto de la mañana, Alma estará en casa, con su gato Timmy, su sofá y su Netflix, y por fin podrá descansar. Anoche no durmió pensando en hoy, como le pasa siempre que tiene guardia. ¿Es ella la única que no las soporta? El día sin fin, la sensación permanente de peligro, el no saber lo que va a ocurrir. Podría soportar la comida recalentada, el colchón incómodo, la ocasional cucaracha, pero no la incertidumbre. Muchas veces ha pensado que preferiría ver el triple de pacientes, a cambio de saber cómo se llaman, por qué vienen, y sobre todo, la hora exacta a la que piensan acudir.

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9:39

El Nokia Tune suena tres segundos después de que Alma se haya atrevido a pensar que tal vez su compañera tenga razón, que tal vez la guardia va a ser buena. Una mujer de cuarenta y tres años ha intentado suicidarse mediante intoxicación medicamentosa. Alma suspira y sigue las huellas amarillas pintadas en el suelo para conducir a los torpes pacientes hasta el servicio de Urgencias. Pasa junto al comedor, se choca con el carro de bandejas mal colocado, casi se resbala con el agua de una gotera, cruza el pasillo por el que dicen que se aparece la mujer enlutada y llega frente a la puerta batiente con las letras marcadas en rojo, en una mitad «URGE», en la otra «NCIAS». 

Sabe quién es nada más verla, arramblada en una esquina de la sala de observación, conectada a un gotero que hace mucho que se gastó, la bolsa arrugada y el tubito conectado a la flexura del codo llenándose lentamente de sangre. La mujer se sujeta la cara, como si pesara demasiado. Tiene el rímel corrido y las raíces negras asoman entre el tinte rubio. 

Alma no se molesta en llamar a un celador, empuja ella misma esa silla de ruedas (del todo innecesaria, pues la mujer puede andar, cosas de protocolo) hasta la consulta nueve, la que no tiene ventanas, la que ostenta un letrero con la palabra «PSIQUIATRÍA» torcido sobre la puerta. 

—¿Qué se tomó exactamente? —le pregunta a la mujer de rímel corrido.

—Nueve pastillas, o quizá fueran diez —contesta la mujer a través de la nube de sueño que todavía la envuelve—. Lo que quedaba de lorazepam en la caja, ¿o era diazepam?

Alma echa un vistazo a su historia clínica en el ordenador.  Este no es su primer intento de suicidio, ni el segundo. Uno pensaría que por ensayo y error acabaría acertando. Uno pensaría (pero Alma jamás se atrevería a pensarlo y mucho menos a decirlo) que si la mujer se hubiera propuesto abandonar este mundo ahora la estaría atendiendo un forense y no una psiquiatra.  

—Es que he sufrido mucho, doctora —dice la mujer de rímel corrido.

Alma se siente tentada a decirle qué pastillas hay que tomar para morirse. Decirle, por ejemplo, que el paracetamol a dosis altas es mortal de necesidad. Insuficiencia hepática fulminante. 

—A mí la vida me ha tratado muy mal.

O decirle que el ibuprofeno también puede matar si uno se esfuerza, si se toma muchas pastillas de esas gorditas y blancas. Insuficiencia renal aguda.

—Todo empezó el año pasado, cuando me despidieron del trabajo...

Se pueden machacar en un mortero, el ibuprofeno y el paracetamol, y mezclarlo todo con un buen vaso de vodka. 

—No, fue antes: hace dos años, cuando se murió mi madre. Ahí empezó todo.

Pero no son muertes agradables, ni siquiera rápidas. Dan tiempo a arrepentirse. Dicen los que se han tirado desde el Golden Gate y han sobrevivido para contarlo (o tal vez sean sus fantasmas quiénes cuentan esta historia) que cuando estás en el aire de repente te parece que todos tus problemas tienen solución; todos menos haberte tirado desde el Golden Gate. 

—No, me estoy liando: fue hace cuatro años, sí, hace cuatro años, cuando me divorcié. 

Si Alma quisiera morirse (pero a Alma jamás se le ocurriría un pensamiento semejante y, si se le ocurriera, jamás lo diría) elegiría morfina. Quedarse dormida de a poquito, una paz definitiva, dejarse llevar, dejarse caer. 

—Mi marido era un alcohólico, un timador, un sinvergüenza.

Morfina, ibuprofeno, paracetamol. Qué curioso, piensa Alma, mientras la mujer sigue hablando sin que nadie la escuche. Qué curioso que lo que nos quita el dolor pueda matarnos…

Alejandro Albán

Alejandro Albán (Granada, España, 1988). Escritor afincado en Madrid. Psiquiatra de profesión, ha publicado la colección de cuentos A ritmo lento (EUG, 2017) y la novela autobiográfica Solo los valientes (Círculo de Tiza, 2022), además de medio centenar de artículos científicos en el campo de la psiquiatría y la psicología.

https://www.instagram.com/alejandro.alban.125/
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Diario marzo-junio 2020