Escenas de caza en la Baja Extremadura
Había niños. Una laguna aislada propicia para suicidas. Sin fondo, había dicho alguien. Una sima. Sedimentos del periodo cretácico, las miasmas óseas, minerales, un remoto rumor con un vago recuerdo animal que electrizaba a los niños cuando lo escuchaban como ingenua amenaza. Había una burguesía expuesta al calor, con ropas escogidas pero a la moda, polos, pantalones de sarga, vestidos sedosos y floridos, sombreros de paja de ala ancha discretamente desgastados. Pisaban suelo quemado, cuya temperatura, poco después del mediodía, se elevaba a cuarenta y dos grados. La fina capa del horizonte temblaba en ebullición. Ah, habría dicho algún mesócrata funcionarial, Extremadura ígnea e imperial. El fósil recuerdo de la historia. Los niños observaban en el libro de texto el dibujo del conquistador arrodillado en tierra, la espada abatida, la cruz en la otra mano y los indígenas sumisos. La espada y la cruz. Por el imperio hacia Dios. Había voces. Disparos. Los niños los oían y no eran capaces de situarlos porque el eco de los estampidos iba y venía como ráfagas en revolera. Algunos lloraban de terror cuando una joven, que los había reunido en una estancia al fondo de un patio empedrado del cortijo, una caballeriza acondicionada como almacén de enseres viejos, muebles para su restauración, narraba con una voz lúgubre, afantasmada las últimas escenas de un cuento. Disparos.
Plató, gritó la francesa. Y el plato surgió de detrás de unas matas a ras de tierra describiendo una parábola. Ella siguió la trayectoria y disparó. El plato cayó intacto y se perdió tras los matorrales. Al final del juego, los tres recogedores que aguardaban en silencio detrás del grupo barrerían la loza. Lo miraban inexpresivos. Pantalones de pana, boinas, camisas sudadas, jerséis grises, remendados, deshilachados, con coderas. Aun en verano. Se quitaban las gorras para saludar, agachaban la cabeza y se retiraban unos metros, siempre de pie, a distancia, como en pedestales. Cobraban un sueldo. Volvían en motocicleta a Hornachos cuando todo el mundo se retiraba. Y en el pueblo sus casas encaladas estaban limpias y frescas. Había una televisión en el pequeño salón al fondo del pasillo, al lado de la puerta que daba a un patio. Los hijos crecían, se empleaban en el cortijo o en las casas de los propietarios para servir. Y ellas, sirvientas de dieciocho años, les habían dicho a los padres, durante las comidas, durante las cenas, que se marcharían a Bilbao o Zaragoza. Y preguntaban cuántos platos habían derribado los invitados.
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No se sabe qué va a pasar. Era una frase que había escuchado más de una vez desde que llegó al cortijo. En cuanto había invitados y la reunión avanzaba en la tarde, las caras parecían volverse graves y las cuestiones políticas cruzaban de un lado a otro el salón. Y en algún momento, alguien pronunciaba esa incertidumbre. Ella era giscardesteniana. Una católica francesa y practicante, y en las referencias que había entregado para obtener el trabajo figuraba esta condición, que había sido decisiva para que durante dos o tres horas al día impartiera ciertas nociones sobre la moral católica y la geografía del mundo a seis hermanos (siete años el menor, catorce la mayor). Los reunía por la mañana en el cuarto de juegos y les hablaba en un español atropellado y a veces incomprensible que les hacía sonreír. Veían los ojos claros, el cabello rubio, corto, las piernas largas, el pelo incipiente, sedoso, de las axilas cuando alzaba los brazos. Aquellos dos adolescentes de doce y trece años. ¿Puedo tocarle el pelo? ¿Tiene problemas para hablar? ¿Extranjera de dónde? Se reían de ella. Pero no se indisciplinaban. Y si se agitaban ella les amenazaba con contárselo a los padres y se callaban. Les guiaba por un mapa de colores desplegado sobre un atril, preguntaba por ríos, montañas, países. Este es mi pueblo, decía apuntando con el índice al norte de Francia. Y aquí estamos nosotros, al sur, en un extremo de España. Una tierra que quema, pensaba. Donde no se sabe qué pasará.
Y a sus empleadores, ¿qué les pasaría? Hablaban moderadamente, sin levantar la voz. Pasaban las horas en un salón casi silencioso, que solo las visitas alteraban. O cogían el coche y desaparecían por las tardes y regresaban de madrugada, cuando ella ya dormía en un cuarto casi monacal, pero fresco.
Aquella tarde disponía de permiso y había dejado a los niños en la habitación del fondo del patio. Le habían preguntado ¿sabe tirar al plato? Y ella había respondido sí. Desde los dieciséis años cazaba periódicamente con su padre en las Ardenas. Había aprendido a disparar, pero nunca había llegado a alcanzar la condición de cazadora experta. Sus salidas se limitaban a un par de veces al año. Y últimamente, acompañaba a su padre como una concesión sentimental. «Mi madre murió hace dos años», le había dicho a su empleadora. Y él se había quedado solo. Así que cuando el manijero lanzó el plato y este describió la parábola, y tras escucharse el disparo permaneció intacto antes de desaparecer en el boscaje, ella ni siquiera se ruborizó porque no pensó que se tratara de una prueba, a pesar de que se percató de que la estaban mirando. También los invitados miraban su cuerpo, su condición de institutriz, de francesa. La miraban enteramente, como un objeto extraño, disonante en una finca de ganado lanar de la baja Extremadura.
Algunos de los invitados apenas habían viajado durante sus vidas, próximas a la cincuentena. Viajes de bodas de una semana en Madrid, en San Sebastián, donde habían comprado muebles en tiendas especializadas que les habían recomendado. Un año, ellos, acuartelados en una distante ciudad de provincias. Experimentaban una firme resistencia a los cambios.
No a causa de la conciencia ideológica de formar parte de un estado de cosas establecido y, hasta ese momento, predecible: para sí, porque sus vidas se ajustaban al patrón de cualquier vida: el tortuoso camino de convertirse en gentes del común, que debían establecer vínculos matrimoniales, proveer el sustento familiar, recibir sueldos y adoctrinar a hijos que encarnarían los valores y las actitudes de los padres (díscolos hijos adolescentes en el juego de rupturas que establecían a partir de sus salidas nocturnas, con alcohólicas veladas, forcejeos bajo la ropa, que posteriormente se reintegraban al orden y apuraban las noches bajo flexos, repitiendo parrafadas doctrinales o técnicas de su formación escolar).
A ese estado de cosas ni siquiera lo llamaban dictadura. No ponían nombre a lo que definiera ese momento de sus vidas. No pensaban enteramente en términos políticos (de estructura política en un país que se regía jerárquicamente), sino en la nebulosa incertidumbre del porvenir: no lo decían, pero en sus inexpresables sensaciones flotaban los posos de una guerra que habían vivido como niños y había tomado en ellos la forma de un recuerdo propio, como la aventura fugaz de unos días de agosto, y ajeno, el de un horror intangible, y cierta convicción sobre el mundo adecuado en el que vivían…