Jamming
Esa noche George Harrison volvió a tener el mismo sueño. Ella, Pattie Boyd, era la protagonista indudable de la fantasía. Con este sumaban treinta y cinco años de su recuerdo en el inconsciente. Parecía mentira que, al cabo de tanto tiempo, esa cara lo persiguiera con el encono del primer día.
Harrison se levantó de la cama con trabajo. Los estragos de la quimioterapia se estaban sumando a la metástasis que lo consumía sin pausa. Primero había superado un cáncer de garganta. Luego sobrevivió al navajazo de un enajenado que había logrado entrar a su mansión. Fue el colmo que ahora sus pulmones estuvieran rebelándose contra un pasado lleno de tabaco y licencias de todo pelaje.
Sentía, era cierto, que su interior estaba lleno de carbones en brasas, que cada día pesaba una tonelada, que los extremos de sus costillas parecían puntas de cigarrillos con cenizas incandescentes a punto de caer.
¿Podía existir algo peor? Sí, el recuerdo insistente de esa mujer, esos sueños que le marcaban el paso de su existencia, el estorbo que no lo dejaba seguir adelante. Quizás lo mejor era aferrarse a lo inevitable de los dos meses que le dio el médico en su última consulta. Con la muerte vendría la solución. Harrison convino que esta vida había sido plena, que con ella culminaba el ciclo trazado por los Hare Krishna, que no tenía necesidad de reencarnar para rehabilitar su espíritu. Solo debía corregir su alma con una última acción.
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Y esta la tenía bien localizada.
El Beatle retraído cerró la puerta de su estudio. Tomó su ukelele y se puso a rasgar las cuerdas en un cómodo sofá lleno de almohadas indias. Así estuvo un rato, versionando sus propias canciones o tocando la misma nota en una especie de mantra musical. Pero el recuerdo del sueño no tardó en volver. Harrison se incorporó y, sin soltar el instrumento, fue como pudo a la primera repisa de su biblioteca. Cogió un libro de un escritor peruano. Lo abrió en la página que tenía marcada y, de vuelta al sofá, leyó el fragmento que había resaltado:
«Porque sí: es que hay personas con las que uno realmente ha vivido, con las que uno se ha casado y con las que uno hasta ha tenido hijos –no es, este último mi caso–, y que de golpe y porrazo no han formado parte de nuestra vida, nunca».
Él más que nadie sabía que eso no era verdad. No era el caso de Pattie. Con ella fue diferente, peligrosamente diferente. Desde el momento en el que se la topó en la filmación de A Hard Day’s Night supo que lo que sentía no era de acá. La suya era una belleza casi mineral, sin añadidos. Pattie era tan hermosa que dolía de tan solo recordarla. En menos de un año se casaron. Creyeron que la vida estaba hecha con el mismo material que los pétalos de flores. Una tontería infinita.
Harrison sacó las primeras notas de Something en su ukelele, y le sobresaltaron las extrañas maneras que tiene el recuerdo de aparecer en la cabeza de sus vasallos. Por Pattie compuso esa canción y también I Need You, For Your Blue, Isn’t It a Pitty y Here Comes the Sun. Todas fueron éxitos; todas formaban parte de la historia del rock. ¿Cómo una mujer pudo dar para tanto? ¿Acaso esto era una regla tácita?
No, no lo era. Si él llevaba más de tres décadas soñando con la misma mujer, ¿qué quedaría para Eric? Con él todo sí que fue delirante…