Mendilasi

Decidido a sacarse de encima el bochorno del día, Mendilasi se levanta, deja el mate encima de la mesa, y camina descalzo por la veredita que bordea el patio. Se va a la puta que lo parió, piensa, se va a pegar un manguerazo.

—¡Tomi! ¡Vení, che, todo el día encerrado estás! —grita por encima del hombro.

Estira la manguera, que está hecha un nudo, y la lleva cerca de unos arbustitos que tienen pinta de estar secos por demás. En realidad no tiene ni idea, pero le pareció. La que se encarga de las plantas es su señora. En fin, que le parece una buena zona para mojarse, y después le puede decir a Mercedes que anduvo regando.

En eso Tomás, su hijo, sale de la cocina por la puerta doble con mosquitero y casi se lleva puesta la silla donde hace un minuto estaba sentado su papá. Tiene el pelo que parece peinado a cohetazos.

—Vení, vení —le dice Mendilasi—, vamos a mojarnos un poco que nos vamos a morir si no.

Es mediados de diciembre y hace un calor infernal. Incluso ahora, que son las siete de la tarde y el sol va aflojando, la temperatura no da tregua. «La ola de calor más fuerte en los últimos diez años», había leído Mendilasi en el diario esa misma mañana, y había pensado en el verano que les esperaba entonces.

—Mirá la hora que es y parece que recién te levantás —le dice. 

Mal comienzo. Piensa que acaba de sonar como su mujer y al instante encara para otro lado:

—Estaba pensando, Tomi, que se vienen las fiestas. Y para tu regalo… ¿Querés algo en especial de regalo?

Mendilasi se pasa el día laburando, maneja el camión de un rico más boludo que las palomas que mueve granos entre Tapalqué, Cacharí y Azul principalmente, y no tiene ni la más remota idea de lo que le gusta al hijo. Por lo que a Mendilasi respecta, el pibe se la pasa en la habitación rascándose las bolas, como le gusta decir a él. El problema no es que el pibe se rasque las bolas, el problema es que Mendilasi, evidentemente, nació en otra época. Entonces le gustaría que se las rasque, pero afuera: en la calle, con la bici, con una pelota, con lo que sea. Pero no a los gritos mientras mira una pantalla.

—No sé —contesta Tomás. Pero Mendilasi piensa que sí sabe. 

—Mirá, cuando tenía nueve o diez, como vos ahora, mi viejo ahorró durante un año y para navidad me compró una bicicleta. Era usada, pero hermosa. No te imaginas Tomi, salía a dar vueltas y era como ir en una Ferrari.

—Sí, pero… 

—Andá, abrí el agua, a ver —dice Mendilasi cuando termina de desenredar la manguera, que estaba hecha una maraña.

Tomás va hasta la pared del galponcito que tienen para guardar porquerías y abre la canilla. La manguera se desengancha por la presión repentina y se empieza a inundar toda la veredita de baldosas rojas. El agua corre por entre las juntas, en vez de hacia el césped, hacia la puerta de la cocina.

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—¡Cerrá! ¡Cerrá, boludo! —Mendilasi suelta la manguera que tenía ya lista en las manos y se pega un trotecito penoso hasta donde está su hijo.

Tomi se ríe, el viejo corriendo tiene la misma agilidad que un palo de escoba.

—A ver cómo estás vos cuando llegas a mi edad, ¿eh, boludón? —le dice Mendilasi, que se arrodilla y se pone a forcejear para enchufar la manguera de vuelta en la canilla—. A ver, dame una mano. Vení, apretá acá.

Le transpira la piel del bigote afeitado y boquea como un pez, en busca de aire y concentración.

—Muy baratos los albañiles que nos recomendó tu tío, pero nos dejaron toda la vereda inclinada, ¿eh?

—¿Abro despacio? —pregunta Tomi cuando parecen tenerlo.

Mendilasi se pone de pie con torpeza, y vuelve a agarrar la punta de la manguera junto a las plantas.

—A ver, dale, ¡despacito! Que si no se va a la mierda.

El pibe abre y esta vez todo se queda en su lugar, bien. Se acerca al padre que ya está empapado.

—Sale tibia, la puta madre… Tomi, yo sé que te da cosa salir con la bici esa —dice con una cabezada hacia el galponcito—, está toda oxidada… está en la ruina, la verdad.

La verdad es que no sabe un carajo, el pibe no sale porque prefiere quedarse jugando a los jueguitos todo el día. Y en el remoto caso de que le dieran ganas de salir, tendría que salir solo, porque los amigos están jugando a los jueguitos todo el día…

Guido Fittipaldi

Guido Fittipaldi (La Plata, Argentina, 1998). Es corrector, editor y escritor. En la actualidad cursa el Grado en Lengua y Literatura española en la UNED. Es piloto privado de aviones, aunque ahora se vuelca totalmente al mundo de la literatura. Ha escrito la novela Barrio debacle, aún inédita; y este año su relato La maldita presión social ha sido publicado en una antología de relatos cortos a cargo de la librería El Ático. Es editor de la revista Casapaís.

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