Encarnaciones de un donante
escribir sobre el cemento
seco
habiendo perdido ya la oportunidad
de participar en su forma
Valeria Canelas
El donante 3-7-7-2 fue mi primera vez frente a un cuerpo muerto. Un cuerpo muerto que me pertenecía, que me fue asignado como objeto académico por sus semejanzas con mi propio cuerpo vivo. Un cuerpo muerto que fue una mujer, una mujer blanca, que tuvo cinco hijos pero que ya no tiene útero, porque yo se lo he sacado. El único cuerpo al que llamaré mío, sin ser el mío. Un cuerpo muerto que me miraba vigilante, recordándome que tenía una familia. Una familia que no tendrá cuerpo al que llorar, para que yo, hoy, pueda despedazarlo.
Aquel donante era la demostración más exacta del cuerpo como instrumento. Toda su identidad cabía en una ficha médica de una página y media con treinta y dos casillas: datos demográficos, historia clínica, cirugías anteriores, causa de muerte y una nota para quien lo recibiera: «A far better use of my body to further the field of medicine». (Un mejor uso de mi cuerpo para avanzar en el campo de la medicina). No estaba permitido saber su nombre, pero nosotros inventamos una historia de vida basada en aquellos datos y nos sentíamos afortunados de tener un cuerpo tan gastado, tan vivido. Una absoluta reliquia médica —apendicectomía, implantes mamarios, osteomielitis en índice izquierdo x4, fractura de columna niveles L4/L5, artroscopia de hombro derecho— que, acompañada de un orden cronológico, hablaba más del inquebrantable paso natural de la vida que del afán de sobrevivencia a través de los años.
Un cuerpo humano, una vez sepultado, puede demorar hasta diez años en descomponerse totalmente. Para nosotros, fue una tarea de martes y jueves por la tarde, durante ocho meses. Teníamos un cuerpo en fermentación que se había cocinado en formaldehído durante semanas antes de hacer su debut, ya no como cadáver sino como Donante Anatómico —piel limada, uñas cortadas, cabeza afeitada, guardado en su bolsa de plástico y aquel expediente de vida y/o de muerte. Embalsamar un cuerpo humano para luego destrozarlo es como amasar la muerte en trocitos de plastilina para decorar.
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Seis estudiantes por cada donante dividimos nuestro cuerpo-mapa en los sistemas que íbamos aprendiendo en clase: musculoesquelético, neurológico, digestivo, cardiovascular, renal y endocrino como respaldo pedagógico al currículum y de manera más lógica para diseccionar —de afuera hacia adentro.
Aquellos que sintieran más afinidad hacia una especialidad quirúrgica debían esmerarse por conocer el bisturí y su manera de abrirse paso por la carne. Pasaría mucho tiempo antes de que pudieran volver a jugar con un cuerpo humano de esa forma, o tal vez nunca volvería a suceder. Eran los trazos de unos niños intentando no salirse del renglón, terminar la palabra sin alzar la mano para luego volver y poner los puntos sobre las íes. En ese grupo estaba yo. Los demás se encargaban de lo teórico: memorizar, en nombre y apellido, el enjambre que es un cuerpo humano por dentro —caracterizar las hojarascas que envuelven una médula ósea o desanudar el caos del sistema nervioso central con todas sus vigas periféricas— para ayudar a guiar el escalpelo con precisión y destreza.
El bisturí se impone ante la epidermis con la fuerza justa para no quebrar demasiado hondo y darle paso a las tijeras que deshilachan los tejidos. La grasa, de una consistencia esponjosa y amarillenta, bordea los músculos y órganos que se tensan como sogas. Diseccionar un cuerpo humano es como arrancar el musgo de un árbol, para descubrir relieves y honduras, capas en la tierra. Vimos cómo la silueta pesada de lo que alguna vez funcionó como organismo reemplazaba sus curvas por un picoteo irregular y se volvía angosta a medida que lo desmenuzamos en piezas. A cada lado de la camilla de acero inoxidable, seguimos nuestro manual de instrucciones para identificar, cortar y botar cada estructura que íbamos descubriendo. Un cuerpo desechable que yacía con los brazos, el pecho y el cráneo abiertos por y para nosotros.
Aquello no era una hoja en blanco donde escribir, tachar, reescribir y borrar hasta quemar el papel. Pero así se sentía. Así debía sentirse. Un cuerpo-libro de pies a cabeza, y como tal, debíamos aprovecharlo. Para ello, cada detalle en aquel laboratorio era un intento por limpiar el ambiente, por limpiarnos de nosotros mismos.
Un cuerpo vivo es sucio, viscoso, de un rojo rutilante, de una fragilidad estremecedora, mientras que aquel donante era de una blancura hedionda.
Le habíamos quitado hasta el olor a muerte.
Un vaho frío bordeaba la hipertrofia para situarlo un paso antes de la repugnancia y dos fuera de la sensibilidad. Aquel cuerpo era el empeñoso acierto de la ciencia de marcar un surco entre la carne y el espíritu. Un espacio que, por estrictamente científico, hacía que aquellos encuentros, aunque violentos, no cruzaran lo tenebroso. Bastaron unas batas blancas y el lustre de los bisturís para convertir la mutilación y el deshuesamiento en escrutinio y talento. Paredes blancas, luces blancas, tanta claridad que nublaba la vista. Un espacio embalsamado que nos permitía completar el trabajo. Sesión tras sesión nos volvimos indiferentes, anestesiados. El cerebro y su capacidad para acomodar la brutalidad. ¿Se puede diseccionar un cuerpo humano y que no te cambie la vida?…