¿Quién se acuerda de la música?
Mother, weep the years I'm missing
All our time can't be given
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The Smashing Pumpkins
I
Fui hijo de veinteañeros. De niño, eso implicó acostumbrarme a la música que mis padres hacían sonar a cada momento: en los viajes en carretera, durante las fiestas con amigos, de camino a la primaria o cuando, tras una pelea, él se desaparecía a lo largo de días y mi madre se quedaba en vela, escuchando el mismo disco en repetición. A menudo, eran lanzamientos recientes o de los años inmediatamente anteriores a mi nacimiento: Pixies, Tori Amos, The Cure, The Smashing Pumpkins. Aunque mis gustos propios no se han apegado a ese primer repertorio, últimamente vuelvo, por lealtad o por nostalgia, a las bandas favoritas de mis padres. Al hacerlo, no sé qué me resulta más inquietante; si la música o las memorias, a menudo ajenas, que a ella permanecen atadas.
A lo largo de la segunda sección de su primer tomo, el narrador de En busca del tiempo perdido, ese trasunto de Marcel Proust, recuerda una historia ocurrida años antes de su propio nacimiento; en ella, la música tiene un papel tan circunstancial como indispensable para entender la relación del narrador con la memoria, con los anhelos e imposibilidades que atraviesan su deseo de rendir cuentas con el pasado. Charles Swann, amigo de los padres del narrador, aristócrata y esteta por excelencia, se enamora —o, mejor dicho, se encapricha— de Odette, una cocotte que, para los estándares de la época, es del todo indigna de su posición social. A fin de pasar tiempo con ella, asiste casi a diario a las cenas de los Verdurin, una pareja que ha incluido a Odette en su círculo de artistas y burgueses. Swann se debate sobre la postura que debe tomar con ella; el cariño entre ambos es innegable, los conatos del amor están ahí, pero algo se echa en falta. Una noche, el pianista toma asiento para entretener a los invitados. La música, de pronto, captura la atención de Swann; ha escuchado esa sonata en otra fiesta tiempo atrás: en aquella ocasión, una sola frase pudo revitalizar su melomanía hasta entonces soterrada. Nunca alcanzó a preguntar por el autor o el título de la obra, de modo que el recuerdo ha permanecido anónimo hasta este momento, liviano en su mente, sin el peso concreto de un nombre. La música lo turba tanto como antes, sino es que más. Y ahora, con el pianista a unos metros, al fin es posible preguntar por la sonata, nombrarla. Adueñarse definitivamente de su hermosura.
«...de pronto, tras una nota alta largamente sostenida durante dos compases, reconoció, vio acercarse, escapando de detrás de aquella sonoridad prolongada y tendida como una cortina sonora para ocultar el misterio de su incubación, toda secreta, susurrante y fragmentada, la frase aérea y perfumada que le enamoraba. Tan especial era, tan individual e insustituible su encanto, que para Swann aquello fue como si se hubiera encontrado en una casa amiga con una persona que admiró en la calle y que ya no tenía esperanza de volver a ver. Por fin se marchó, diligente, guiadora, entre las ramificaciones de su fragancia, y dejó en el rostro de Swann el reflejo de su sonrisa. Pero ahora ya podía preguntar el nombre de su desconocida (le dijeron que era el andante de la sonata para piano y violín, de Vinteuil), le había echado mano, podría llevársela a casa cuando quisiera probar a descifrar su lenguaje y su misterio» (278-279).
Páginas atrás, en el célebre episodio de la magdalena, el narrador advierte la sombra de un recuerdo que no termina de concretarse; el sabor remite a un momento lejano, tan difuso que precisa de un gran esfuerzo para enfocarlo del todo. No obstante, en el caso de la sonata, Swann la reconoce de inmediato. No hace falta barajar títulos posibles, repasar los nombres de compositores conocidos; aún si no sabe de qué forma nombrarlo, el recuerdo está ahí. Se manifiesta, se recrea.
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En Invocación y evocación de la infancia, Salvador Elizondo establece una diferencia crucial entre el tratamiento de la memoria en la obra de Proust frente a la de James Joyce. Parafraseando, el primer autor formula una evocación de los primeros años de nuestra vida; el segundo, en cambio, los invoca. La diferencia estriba, según Elizondo, en las ataduras de la evocación a lo sensorial. Condicionado por un conjunto de «datos perceptivos», el recuerdo en Proust exige un cimiento en el presente para manifestarse; por ende, la recreación siempre es incompleta. En Joyce, por otra parte, la memoria no se halla «inscrita dentro de la temporalidad», sino que, a través del desdibujamiento de los estratos temporales —el monólogo de Molly Bloom en Ulises— o de recrear las condiciones vitales de esos estratos —la infancia de Stephen en el inicio de Retrato del artista adolescente—, el pasado es traído al presente, se materializa más allá de una segregación lineal. No se consigna cómo fueron las cosas; por unos instantes, las cosas vuelven a ser aquí, frente a nosotros.
Sin embargo, la sonata de Vinteuil pone en entredicho esta división, por lo demás tajante. En Proust, la música del pasado se hace presente de manera literal. Aunque no recuerde su nombre, Swann reconoce la sonata sin esfuerzo porque, en un primer contacto, esta dejó un huella en su espíritu que ahora ha venido a rellenar; es como si la sonata misma supiera que estaba destinada a volver al cabo de una temporada en el olvido. Sin duda, el impacto del arte en la memoria es superior al de cualquier otro estímulo que los sentidos reciban de manera incidental. La música en particular hace posible un vínculo propio e irrepetible; su identidad estética está condicionada por el momento de su recepción, por la subjetividad de su oyente, por los lugares, personas o emociones incidentalmente asociadas a ella. Constreñida por su duración, la música es solo nuestra mientras la escuchamos, pero le pertenece al silencio tan pronto termina de sonar. Por otro lado, sus cortes en la memoria pueden ser más profundos e inadvertidos que los de la lectura, porque, pese a su naturaleza progresiva, es posible experimentar la música sin intelección: casi de manera accidental, por contagio.
Con el tiempo, una canción escuchada de manera habitual puede perder algo de su carácter insólito, imprevisible; más vale, entonces, olvidarnos del orden exacto de sus notas, de los cambios en el ritmo, de la repetición de motivos: escucharla con oídos frescos. Me consta no ser el único que abandona canciones por un tiempo a fin de no «quemarlas» con el abuso de su familiaridad, pero también con el poder persuasivo, casi tóxico de la nostalgia que traen consigo. Porque al escuchar, por ejemplo, Blue Banisters de Lana del Rey, no digo, volviendo a la dicotomía que sugiere Elizondo, «esta canción me recuerda a un amor de hace mucho», sino que esa canción es ese amor: reproduce sus dolores, trae a cuento los hábitos, las atmósferas y hasta los objetos vinculados a esa persona; me engaña con una nostalgia de cosas que en otro momento desearía no haber vivido, pero que ahora, revestidas por el barniz de la música, me parecen hermosas y hasta deseables…