Antes del fin del mundo

Su cuerpo le servía como minúscula palanca para realizar aquel trabajo monumental: cargar doscientas veces su propio peso, y caminar hasta la lejanía, a un punto que no alcanzaba a divisar. Aquella carga proyectaba su sombra en el piso de concreto. Nunca había visto un iceberg, pero de haberlo hecho, se hubiera sentido identificado con la figura invertida, y él sería la punta de algo inexplorado. La experiencia le había enseñado que después del mediodía era más sencillo conseguir alimento, aunque el calor siempre jugaba en su contra. Decidió que organizaría las expediciones del grupo de exploradoras que estaban bajo su adiestramiento según la posición del sol en el cielo, aunque eso no garantizaba que todas pudieran soportar los cambios de clima con enormes cargas. Incluso con un buen grupo de exploradoras, la mejor comida solía encontrarla él, y continuaba siendo el más hábil para llevarla a cuestas y que llegase intacta al hogar. 

—¡Ya viene el fin del mundo! —gritaba Ševzik, uno de sus cuatro mil hermanos, alrededor del grupo que encabezaba Kramer—. Alguien dice que hoy lloverá, el ambiente comienza a sentirse pesado. 

Kramer soltó la migaja y se frotó las patas delanteras porque no soportaba el concreto quemante, iba a necesitar ayuda para completar la tarea. Pensó que algún día la tierra reclamaría su legitimidad frente al hirviente suelo gris, y saldría a flote, buscando que las pesadas gotas se estrellen contra ella para humedecerla, como antes de quedar sepultada bajo una gruesa capa de cemento. 

Kramer y Ševzik se colocaron la carga a cuestas, ya comenzaba a ablandecerse por efecto del calor. Sobre sus doce patas llevaban cien veces el peso de su exoesqueleto, una migaja de galleta de nuez que los embriagaba con el olor. 

—¿Has pensado que nosotras somos herederas de la realeza? —preguntó Ševzik.

—No. Ni lo he pensado, ni somos herederas. 

 

Publicidad

Avanzaron otro trecho, el camino hacia la comunidad estaba lleno de fracturas, pero en algunos espacios el suelo no era tan calcinante, la sombra de las ramas desnudas del único árbol en el patio se reflejaba en determinados sitios del concreto, ahí podían detenerse a descansar y percibir si quedaban migajas cerca para que el grupo de exploradoras iniciara una travesía. Si esperaban a que la vasta sombra de la barda se proyectara en el suelo, corrían tres riesgos: las inmensas gotas frías de la lluvia terminarían con ellos antes de que pudieran correr; la migaja podría hacer flaquear sus fuerzas si la sostenían durante mucho tiempo, y si se caía, no permanecería intacta para la comida de los nuevos hermanos, hijos y sobrinos que acababan de nacer; y finalmente, si no alcanzaban a llegar al hormiguero antes de que el sol cediera, la migaja se derretiría sobre ellos, petrificándolos entre el concreto y la pasta con olor a nuez. 

—Piénsalo, Kramer, nosotros podríamos heredar toda la colonia. Siempre existe una posibilidad. 

Kramer se detuvo. Comenzó a sentir el olor a tierra húmeda, la lluvia estaba a unos cuantos kilómetros de distancia. Le pidió a Ševzik que acelerara el paso, más zancadas en menos tiempo, sin soltar la migaja, el un dos un dos que utilizaban en casos de emergencia. Le dolía todo el cuerpo, un dolor casi insoportable; todavía no lograba divisar el fin de la plancha de concreto y el inicio de la tierra, aunque calculaba la distancia que los separaba del hormiguero y tenía la esperanza de llegar antes de que cayeran las primeras gotas. Pensó en la hormiga reina, a quien solo veía de lejos, procreando, dando órdenes que las demás obedecían, comiendo los granos de azúcar que ellos seleccionaban con cuidado porque eran su mejor y más completa comida. Probablemente le gustaría parte de esa migaja con sabor a nuez. Era su madre y nunca le había dirigido la palabra más de un par de veces para dar órdenes. 

—Nosotras nunca tendremos hijos, Kramer, solo estamos para ayudar en el hormiguero. Dicen que somos la fuerza de la comunidad, pero es gracioso porque después de pasar todo el día cargando cosas ni siquiera siento que en algún momento haya tenido fuerza. Me gustaría recostarme de vez en cuando, estirar mis patas y que alguien me dé un masaje, ver cómo trabajan las demás, comer las partes más dulces de las migajas y no migajas de migajas. Qué risa, se escucha gracioso, pero así es. Aunque no pueda aparearme y tener mis propias hormigas como las reinas, quiero dejar de ser obrera al menos al final de mi existencia. 

Kramer pensaba en lo breve de su vida, sería un desperdicio pasarla completa con una carga en la espalda todos los días, caminando en fila, oliendo al de enfrente para no perderse, y en el mejor de los casos, organizando a las más jóvenes…

Laura Baeza

Laura Baeza (Campeche, México, 1988). Es autora de los libros de cuento Ensayo de orquesta (Feta, 2017), Época de cerezos (Paraíso Perdido, 2019) y Una grieta en la noche (Páginas de espuma, 2022, finalista del VII Premio Ribera del Duero y traducido al inglés y portugués); y de las novelas Niebla ardiente (Alfaguara, 2021) y El lugar de la herida (Alfaguara, 2024). Antologadora de Mexicanas. Trece narrativas contemporáneas (Fondo blanco, 2021). Su trabajo está siendo adaptado a medios audiovisuales. Actualmente escribe ficción, da talleres de escritura y colabora en publicaciones dentro y fuera de México.

Anterior
Anterior

Círculo de luz

Siguiente
Siguiente

Los hermanos Valente