Los hermanos Valente

Había en la primaria estudiantes ejemplares, pero los hermanos Valente rebasaban a estos, porque su alto rendimiento no se limitaba al aula. Además de las materias difíciles, también dominaban los juegos: eran excelentes en básquet, en fútbol, en kikimbol… podía decirse que eran atletas totales, cuyo objetivo no solo era destacar. Porque, de paso, eran vencedores; todos querían tenerlos en su equipo, todos querían que uno de ellos portara la cinta de capitán. Guillermo era el 1 indiscutible en el arco, Benjamín el de la cinta y el de la 10. Olvidé decir que además eran altos, de dicción clara y de carácter participativo; ayudaban a los deficientes con paciencia y eran los únicos del curso sin acné. Nos ayudaban a nosotros cuando más lo necesitábamos, sin los aires de superioridad esperables. Incluso nos pasaron disimuladamente una cargada chuleta con las respuestas necesarias para al menos pasar un examen. Vale decir que todo esto lo hacían con el mayor desprendimiento; no era el típico intercambio de favores. Después de todo, nosotros no teníamos mucho que ofrecerles, excepto nuestra famosa deficiencia que no se limitaba al aula, sino que alcanzaba las relaciones sociales y nos hacía tartamudear, mojar las axilas y ensuciar el uniforme. 

                Quizás por eso se les ocurrió invitarnos a su cumpleaños, para intentar romper allí, fuera de los muros institucionales, el enorme cubo de hielo en que vivíamos atrapados. Por supuesto rechazamos la invitación; o más bien nos excusamos, con el argumento de que vivíamos lejos, de que el sábado temprano teníamos curso de boy scout. No mentíamos, ambas cosas eran ciertas y además nos servían para ocultar la otra verdad: que en el fondo nos sentíamos indignos; iría la crème de la crème del colegio, los populares, las chicas… ¿qué podíamos hacer nosotros allí? Nos ofrecieron ir con ellos desde el mediodía, tras el último timbre de la semana. Y sobre el sábado… que no nos preocupáramos; que su madre nos despertaría y nos llevaría en el auto, porque también nos ofrecieron quedarnos a dormir.

                Le consultamos a la abuela y ella contestó lo de siempre: «Hagan lo que les dé la gana». Y, tras un breve silencio, agregó: «Total, ustedes siempre hacen lo que les da la gana». Falso. Por ejemplo, no queríamos ir nunca más al curso de boy scout, porque siempre llegábamos últimos a la fila para cargar la cantimplora, y el agua escaseaba y nos moríamos de sed. Esto, en lugar de alarmarla, la congraciaba con su «misión»: siendo ella lo único que nos quedaba en el mundo (y siendo ella tan vieja y enferma) debíamos, según ella, aprender a hacer fuego con las manos; ser creativos ante la escasez de recursos; valernos de nosotros mismos en la lucha por la supervivencia.

 

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Era la primera vez que veíamos a los hermanos Valente fuera del colegio; primero compartiendo el asiento trasero en el auto en que, con un entusiasmo francamente abrumador, eran incentivados por su madre a que contaran sus hazañas del día, a lo cual ellos correspondían con un relato articulado, menos efusivo pero digno de buenos oradores. No era extraño que siempre fueran elegidos para leer en los actos, o que, apelando a un lenguaje preciso y musical, sonaran siempre convincentes en cualquier discusión. Su madre se daba por satisfecha con todo lo que ellos decían, a diferencia de lo que ocurría con la abuela, que ponía siempre en duda nuestros relatos (especialmente cuando se trataba de los Valente; decía que nadie en esta tierra del señor está exento de defectos), o directamente nos pedía que nos calláramos, alegando que ya sabía cómo terminaba (especialmente cuando hablábamos de nosotros).

                Almorzamos ensalada y pollo a la plancha, jugo de guayaba y quesillo de postre. Fue inevitable la pregunta de en qué trabajaban nuestros padres, a lo cual contestamos que no llegaron a eso: murieron siendo todavía estudiantes, yendo a hacer las pasantías al hipódromo de Santa Rita. La madre, igual de curiosa que en el auto, nos pidió más detalles del accidente; pero nosotros no teníamos más detalle que ese (choque violento contra un camión de ganado), y la abuela, cada vez que preguntábamos, nos decía que dejáramos de molestarla con eso, que por más detalles que ella diera eso no iba a revivir a su hijo. Luego nos dijo que había un tratamiento para eso (la señora se refería al tartamudeo), y agregó que de seguro conocíamos más detalles, pero que ella entendía que no quisiéramos dárselos porque apenas nos estábamos conociendo. Recordamos lo que la abuela decía de este tipo de personas ávidas de chisme: eran personas huecas, cuyo espacio vacante de experiencias lo llenaban con la sustancia de los otros, al no aceptar la propia insustancialidad, o al no hacerse cargo de ella. 

                Como fuere, no diezmaba en absoluto la eficiencia de los hermanos Valente el que su madre se atribuyera los éxitos; y quizás era eso lo que los inspiraba; quizás sus desempeños eran nutrientes para su madre insustancial. Según la abuela, nuestra madre solo hablaba de animales, y solía soñar con que paría caballos… que, si hubiese visto nuestros boletines, habría descubierto que en realidad parió burros. 

                La tarde pasó lenta y aburrida. Los Valente siguieron de largo con la sobremesa…

Ricardo Añez Montiel

Ricardo Añez Montiel (Maracaibo, Venezuela, 1982). Radica en Argentina desde 2007. Ha publicado los libros Ciudad blanca sobre fondo blanco (Ediciones del Movimiento, 2015), Agonía de los días terrestres (Caleta Olivia - Rangún Editores, 2018; El Taller Blanco Ediciones, 2020), El rezo de los chatarreros (El Ángel Editor, 2021, Mención de honor en el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero), S, M, L (LP5 Editora, 2021), Los regalos y las despedidas (LP5 Editora, 2022) y Botella imposible (Luba Ediciones, 2024). Sus textos han aparecido en diversos medios y han sido traducidos al inglés.

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