Leer en alto

Las pelis en Letterboxd y los libros en Goodreads. Nos gusta todo lo que se puede exponer y coleccionar. Guardamos en listas de próximas lecturas las recomendaciones que vemos en redes sociales. Cada vez que veo el resumen de novedades de alguna editorial, pienso «no leo suficiente, debería leer más». Entonces recuerdo la voz dulce de Remedios Zafra, que escuché en una conferencia, citando algo que a su vez escuchó ella en otra charla: «He leído poco, pero he leído bien». 

¿Qué significa «leer bien»? ¿Cuántas formas hay de leer? Se puede leer a contrarreloj o para matar el tiempo. En vacaciones, por trabajo, para conocer a alguien. He visto a algunos leer de pie en metros abarrotados, incluso hay quien lo hace mientras camina por la calle. Aunque se suele leer para una misma, también se puede leer en alto. 

Hace unos años redescubrí esta última forma de lectura. Volvía de unas vacaciones de verano con Diego. Llevábamos tres horas de viaje en coche y nos quedaba la mitad. A esas alturas de la relación ya llevábamos suficiente tiempo juntos para que nuestra cabeza no buscase frenética otro tema de conversación si se nos acababa. Estábamos a gusto en silencio y de cualquier manera. Yo conducía y él trasteaba en mi bolso en busca del paquete de chicles. Encontró el libro que me había llevado para leer en la playa. Siempre me pasa igual, confesé, los paseo. Idealizo el momento de leer durante horas tumbada en la arena y luego nunca estoy quieta. Era una novela breve, de poco más de cien páginas. Escuché cómo la hojeaba hasta que exclamó: «¿Y si lo leo en alto, ahora, para los dos?». Nunca habíamos hecho algo así pero me pareció buena idea. Carraspeó y las palabras brotaron sobre el sonido del motor del coche.

 

Son como gusanos.

¿Qué tipo de gusanos?

Como gusanos, en todas partes.

El chico es el que habla, me dice las palabras al oído. Yo soy la que pregunta. ¿Gusanos en el cuerpo?

Sí, en el cuerpo.

 

Así comenzamos Distancia de rescate de Samanta Schweblin y no pudimos parar. Cuando anocheció nos turnamos los roles, Diego siguió conduciendo y yo le relevé en la lectura, alumbrada por la linterna del móvil, hasta que el final de la historia se acompasó con la llegada a casa. 

Meses después, pasado el invierno, un amigo me invitó a cenar junto a una gran escritora a la que admiro y a la que no dejé de prestar atención en ningún momento del encuentro. Sentía sus palabras llenas de verdad. En un punto de la conversación apareció el nombre de Samanta Schweblin y aproveché para contar a modo de anécdota cómo había leído con Diego la novela durante un viaje en coche. Cuando acabé, la escritora exclamó: «Qué bonito. Es difícil encontrar compañeros así».

Ese «qué bonito» fue un tenedor en mi garganta, la siguiente frase se clavó en mi estómago. No pude terminar de comer. Hacía apenas un mes desde que Diego y yo habíamos roto, después de un largo vaivén de idas y venidas. La respuesta de la escritora cayó sobre mí como una maldición. Sentí que me estaba comunicando lo peor: acababa de perder a un compañero único. Tan especial como las cosas que aparecen pocas veces en la vida.

Después de la cena, conduje hacia casa junto a un copiloto maligno que me repetía que personas así se encuentran una sola vez, nadie me iba a querer igual y no iba a volver a leer en alto con nadie nunca más. Estuve a punto de desviarme hacia la casa de Diego y lanzar piedrecitas a su balcón a las dos de la mañana para que se asomase y me encontrase en el suelo pidiéndole volver. Reprimí el impulso peliculero y en ese coche, que era el mismo en el que volvimos juntos de vacaciones, me despedí de esa parte de él, como lo hice, poco a poco, de todas las demás. 

Publicidad

Antes de la novela de Samanta Schewblin, no había vuelto a leer en alto con nadie desde la época en la que mi madre sacaba los libros de la biblioteca infantil: Charlie y la fábrica de chocolate, Mujercitas, El mago de Oz, Harry Potter, Momo, La historia interminable. Mi madre se tumbaba en mi cama antes de dormir y leía un capítulo. Su voz creaba un tejido de palabras que se iban hilvanando poco a poco hasta formar una suave manta sobre nosotras. Recuerdo el contraste entre los mundos abstractos de temporalidad incierta que trenzaba su voz cuando leía, frente al mundo físico de aquel presente. La espumosidad del edredón. El peso de mi cara contra su brazo. Sus manos sosteniendo el libro sobre nosotras. La calma, tan cálida como el pelaje de un cachorro que enseña la tripa. Mi cuerpo relajado pero mi cabeza concentrada en seguir el hilo de la historia, en dibujar en la mente lo que mi madre hacía salir de las páginas. 

Aunque mi hermano era demasiado pequeño para entender esos libros, se solía tumbar con nosotras, al calor de la voz de mi madre, como quien acerca las manos frías a una hoguera. Hay algo placentero en escuchar por escuchar, sin las exigencias de una conversación, eximidos de la necesidad de pensar una respuesta. Escuchar sin ni siquiera entender lo que se dice. Entregarse a la voz, flotar en un mar tranquilo sin intención de nadar. ¿Será esto mismo lo que lleva a algunos a quedarse dormidos con la tele o la radio encendida? Puede que nos tranquilice el sonido de una voz que no es la nuestra, que habla porque sabe que hay alguien que escucha. «El oído del oyente posibilita el habla del hablante», explica la escritora Úrsula K. Le Guin. Supongo que esta es la misma relación que posibilita las redes sociales, la confianza en que detrás de las fotos de perfil hay unos ojos que se detienen, aunque sea un segundo, a mirarnos. 

Las conversaciones en las redes sociales se dan en tiempos fragmentados. Me las imagino en todos los lugares y a la vez en ninguno. Se mantienen en los chats, pero pocos mensajes de chat han permanecido en mi memoria. Soy incapaz de recordar una conversación de WhatsApp, ¿dónde se guardan las imágenes de los mensajes apareciendo en la pantalla de mi móvil? Las conversaciones físicas desaparecen en el momento en que se pronuncian y, sin embargo, muchas de ellas forman parte de un pasado al que puedo volver. 

Las noches en las que nos leía mi madre, nos encontrábamos en un micromundo delimitado que se sentía compartido e íntimo al mismo tiempo. Algo parecido ocurrió en el coche de vuelta de vacaciones. La voz de Diego también creó ese tejido suave, nos arropó su narración, aunque en vez del calor del interior de una cama, nos envolvía la oscuridad de la carretera y el ronroneo del motor del coche. En ambos micromundos, introducíamos de vez en cuando nuestras propias expresiones: ay, pobrecito… decía mi madre, dioooooooooooooos, qué pasada, decía Diego. Cuando la historia avanzaba hacia lugares inesperados o cuando nos mostraba una metáfora poderosa, mi madre exclamaba y yo la agarraba del brazo. Cada vez que Diego terminaba un capítulo, yo apartaba un segundo la mirada de la carretera para juntarla con la suya y decir: qué bueno, buenísimo.

Me doy cuenta ahora de que debió ser en la voz de mi madre donde experimenté por primera vez esas cosquillas ante un cambio narrativo o una metáfora precisa, esa electricidad misteriosa que nos engancha a la literatura…

Paula Camino

Paula Camino (Madrid, España, 1997). Estudió Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, donde también realizó el Máster de Escritura Creativa. Ha publicado la colección de relatos Ahora que nadie nos mira (Editorial Tres Hermanas, 2024).

Anterior
Anterior

Ensayo de mujer con sombrero

Siguiente
Siguiente

Algunas palabras provenientes del discurso popular