El cangrejo

Si uno se atrasa en una carrera universitaria, sobre todo si uno «congela» y deja pasar un par de años en los cuales no se estudia pero se sigue yendo a la Facultad a ver a los viejos amigos, se empiezan a conocer a los demás compañeros que también se atrasaron en su formación académica: los rezagados, los porros, los desmotivados, depresivos y/o artistas encubiertos. Y entre ese grupo se pueden encontrar personajes de los más curiosos, todos desadaptados. Una de ellas, la Vale, llegaba a la facultad con un corsé de látex negro y por las noches lideraba un grupo punk. Otro, el Jesús, congeló un año y después abandonó la carrera para irse a una comunidad en Quintero donde podía hablar con los delfines y las ballenas. Otra se fue a Brasil a tocar el acordeón en las plazas y se casó con un argentino que bailaba capoeira. En fin.

 Pero nadie más desadaptado e interesante —tal vez— que mi viejo amigo el Guaja. Y esto porque era el que tenía la mayor cantidad de historias bizarras y nocturnas, casi todas ambientadas en alguna cuneta o baño amoniacal de algún antro en Bellavista. En general esto no es suficiente, pero cuando además el protagonista es un narrador de sangre fría que relata todo con lujo de detalles y que además no tiene miedo a dejarse como chaleco de mono, es la credibilidad y no lo estrambótico lo que pasa a destacar.

El sitio donde se juntaba esta fauna era el frontis de la eterna Facultad de Derecho (se dice que si no logras egresar en cinco años, lo harás en diez o nunca). Allí, al fondo y a la derecha, nos sentábamos en unos escalones de piedra, al lado de un laurel que nunca mereceríamos. Fumábamos y tomábamos —algunos jalaban—, y a nadie parecía importarle el «grupito de la esquina», salvo al laurel y a los auxiliares de aseo que nos miraban y sacudían las hojas. Éramos como las cigarras: bulliciosas y molestas, pero destinadas a desaparecer después del alboroto.

No nos veíamos hacía mucho, desde su última desaparición. Porque eso hacía el Guaja: cada cierto tiempo desaparecía después de hacer de las suyas. Entonces contactarlo era imposible. Pero un día que me tocó ir a tramitar algo a la Secretaría de Estudios, me lo topé junto con el Sergio en el lugar habitual.

Al laurel apenas le quedaban hojas, y luego de los saludos de rigor, el Sergio me contó que iban a sacarlo, y así la última área verde de la facultad se convertiría en cemento.

—Uno es así, pero pasa la aplanadora y te dejan asá —dije, y nos reímos.

—Salud —dijo el Sergio. Las latas de cerveza se tocaron.

El Sergio, a todo esto, ahora se dedica (tiempo completo) a rescatar animales y tiene un podcast.

El Guaja tenía dos estados de ánimo: callado y culposo, o borracho destructivo. Le daba por temporadas. Cuando se mandaba alguna cagada grande se escondía en su casa, apagaba el teléfono y no salía a ninguna parte en varias semanas, incluso meses. Él, que creía en el horóscopo y el tarot, decía que así eran los cáncer: como los cangrejos. O dejaba la grande con sus pinzas (que no sirven para otra cosa), o se hundía en su caparazón y se metía al fondo de una grieta anónima. Después de que se le pasaban los monos, empezaba a asomarse de a poquito. Primero un ojo, después el otro…

Ese día, cuando nos topamos en el frontis, mi compadre estaba con solo un ojo fuera y el resto del cuerpo en la grieta, porque andaba recién volviendo al mundo exterior y andaba calladito, como tanteando la nueva vida.

—¿Todo bien? —pregunté, con una curiosidad sincera, pues extrañaba sus historias.

El Guaja no respondió, y con el Sergio nos miramos: era cosa de esperar. Cuando se terminara la cerveza iba a empezar a hablar más y más. Nadie que se haya ganado un apodo por vomitar sobre un plato de chorrillanas en un bar de Bellavista puede ser silencioso por mucho tiempo.

Me ahorraré todo lo que dijimos para que nos contara lo que había pasado. Solo diré que se convenció a la primera cerveza. A algunos esto podrá sonarles como mucho, pero estamos hablando de un compadre que más de una vez estuvo sentado a las seis de la mañana afuera de una botillería esperando a que abrieran. Estamos hablando de una persona que se tomó media botella de ron (que no era de él) en el bus camino a la playa en el paseo de generación, y cuando llegamos a Cartagena se bajó del bus, cayó directo al suelo y se pasó una tarde durmiendo con perros vagos. Y pensé que se le había calentado el hocico, pero no quiso tomarse más de una.

—Me esclavizaron, hueón —dijo—. Ya no quiero más guerra.

Con el Sergio nos miramos como unos animales sedientos.

—¿Otra cervecita? —le ofreció él.

—A quién no le ha pasado —dije, para ayudarlo a entrar en confianza.

Pero, curiosamente, el Guaja como que cachó que nos andábamos burlando un poquito. Sacó el otro ojo de su exoesqueleto y nos dijo que era en serio, que ahora ya no iba a tomar más que los fines de semana (era viernes) y que tenía que terminar la carrera.

—¿Cuánto te falta? —quise saber.

—Como tres años, sin contar la práctica. Eso si me quitan la causal de eliminación.

Una vez le hicieron un sumario al Guaja porque lo pillaron inhalando pastillas molidas de Zolpidem en la biblioteca. Los cangrejos son detritívoros, se meten cualquier cosa. Y luego de caminar un poco hacia los lados, como quien no quiere la cosa, empezó:

—Fue como hace tres meses ya… puta que ha pasado rápido el tiempo. Yo no he sabido na, me desconecté del mundo. Es que estaba pa la cagá y estas pastillas nuevas que me dio el locólogo me tienen todo bajoneado. En fin, la hueá es que en Bella (pa variar) conocí a una señora, en el Licenciados. Ustedes saben que me gustan las milfs. Y yapo, yo estaba con mi camisa negra, mi bigote de Johnny Depp… le dije que era procurador y toda la hueá pero en realidad apenas conversamos. Después de la segunda cerveza nos fuimos al baño de hombres y jalé en sus tetas.

Para los que no saben, debo mencionar que el Licenciados es una mezcla entre bar y discoteca, con «música» al máximo, luces azules y ultravioleta por todas partes, gente apretada, humo, esquinas oscuras, mesas mojadas, pantallas con fútbol o bikinis, una barra que limpiaban con un trapo pasado a huevo, dos matones en la entrada, un baño de mujeres que casi nadie usaba y un baño de hombres inmenso, con un urinal de cuatro metros donde se había suicidado un estudiante de un balazo en la boca. Estudiante de leyes, seguramente.

—Cuento corto, nos fuimos a su departamento en Ñuñoa y me quedé viviendo allí todo el fin de semana. —El Guaja se terminó su cerveza y dijo que no quería otra. Aplastó la lata vacía y la escondió en su mochila (después se las vendía a un tipo que reciclaba).

Me di cuenta de que se estaba bajoneando, y con el Sergio nos miramos extrañados.

—Oye, pero… aparte de que no tiene nada de novedosa tu historia —dijo el Sergio—, ¿por qué dijiste que te esclavizaron? ¿Te acordai de esa mina de Renca que te zapateaste en el baño? ¿No dijiste que al día siguiente te fuiste con ella a Calera de Tango y pasaron un fin de semana también? Eso no es esclavizarte po, perra. Cuéntanos bien la hueá.

 

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—No quiero. Me aburrí de andar humillándome, hueón. Y si cuento todo como que le doy más vida a la hueá, ¿cachai? Se replica. Soy un payaso, hermano.

—No, hueón —dije—. Yo creo que hablar con sinceridad sobre tus falencias y cagazos es algo que te dignifica. ¿No era Siddharta el que decía que en el camino del vicio podía encontrarse una sabiduría que el virtuoso nunca podría conocer?

Al Guaja le gustaba el «yoga a luca», los mandalas, la acupuntura… y cualquier tipo de sabiduría oriental era tocarle una fibra íntima.

—Puede ser —dijo el Guaja, pensativo—. Pero no, me tengo que ir. Quizá, no sé po, si nos juntamos un día de estos termino de contarles. Estoy empezando a salir de nuevo. Pero piola, ya no me puedo lanzar como antes. Mi vieja me echaría de la casa. Pero tengo que demostrarle que puedo salir sin mandarme cagadas po, ¿o no? No puedo tampoco vivir encerrado.

El cangrejo estaba fuera, dando pasos contradictorios. Ahora había que poner una piedra en la grieta para que no se escondiera de nuevo. A la noche, el Sergio me había invitado a una fiesta en casa de uno de sus primos cuicos (ya dije que era viernes). Pero a ese lugar no podíamos ir con el Señor Caos.

La solución era simple, y fue urdida de forma tácita entre miradas con el Sergio. Invitamos al Guaja a ese carrete pero haríamos una previa en casa del Sergio. En la previa le sacaríamos la historia al Guaja y nos pondríamos al día sobre sus andanzas; y después inventaríamos alguna excusa para no ir al otro carrete. Simple. Era una lástima, pero cada vez que se aparecía este personaje había que aprovecharlo… era como ser visitado por un unicornio que se te quiere arrancar en cualquier momento. Pero cuando se queda te abre los ojos. Pasan cosas que uno ni se imagina en los lugares más cotidianos.

 

—Fue la peor de todas —dijo el Guaja, más tarde ese día—. Prometí que no más. Se lo prometí a mi vieja. Y a mi sobrinita, porque mi hermana tuvo un hijo, no sé si les conté. Pero hace tiempo que no los veía a ustedes, cabros, y tengo que demostrar también que puedo ser funcional po. Tomar un poco, fumar, no sé; sin mandarme cagás, ¿cachai? Y yo sé que puedo, porque ahora es distinto. Estos meses aprendí montones de cosas y estuve hablando con un par de personas que…

—¿Te internaron? —preguntó el Sergio.

—Algo así.

Hubo un breve silencio incómodo que quebré abriendo otra cerveza. Estábamos en la pieza del Sergio, un departamento en Providencia, viernes a las nueve de la noche, y sus papás no estaban. Al principio nos sentimos mal porque era como que le estábamos tendiendo una trampa al cangrejo para reírnos de su vida. Pero no era tan así, porque la vida del Guaja era más vida que la vida de muchos. Tenía más anécdotas que todos nosotros juntos, y nosotros vivíamos también a través de ellas. Y hay quienes dicen que la lógica es esclava de las pasiones, y por ello si nos ponemos a buscar excusas lógicas para nuestro comportamiento, pues puedo decir que el Guaja nos ha hecho pasar muchas vergüenzas y malos ratos. Si lo justificará o no, no sé, pero ahí está el material.

—Conocí a la mina en yoga —empezó el Guaja—. Era una milf de calzas bien apretás. Era cerca de mi casa en Ñuñoa, el yoga estaba en una casona como de varias piezas, techo alto y madera vieja. 

—Oye, pero en la tarde nos dijiste que la conociste en el Licenciados po —dijo el Sergio.

—De veras —comenté—… ¿cómo es la cosa?

—Ah, no, esa era otra. Con esa jalamos en el baño y después nos fuimos a su casa, pero no hubo esclavización. Es que se me mezclan a estas alturas po.

—Okey, entonces la conociste en yoga —quiso aclarar el Sergio—. ¿Y fue como hace tres meses?

—No, esa era la otra. La señora del yoga fue hace dos meses, una cosa así. Entonces, cuando terminaba la clase teníamos que recorrer un pasillo oscuro y viejo, y ponernos ahí los zapatos. En una de esas caché que la vieja me miraba. Entonces hice como que la ignoraba, pero sonriendo. En ese tiempo tenía el bigote de Johnny Depp en flor, ahora estoy pa la cagá. Era distinto. Y cuando salí del pasillo y llegué a la luz, miré pa atrás. Y la vi mirándome y sonriendo y dije «esta es la mía». Ya, me hago el Larry, clase siguiente ¡pum!, instalo mi mat al lado de ella y me pongo junto a los bloquecitos de madera y los cojines. Así, cuando nos tocara usarlos, me tocaría pasárselos y ahí en volá le hablo o le toco la mano, no sé. Era pelirroja, no sé si les dije eso. Yapo, después estuvimos toda la clase que el bloquecito de madera pal poto, el bloquecito en la nuca, cojincito por allá. Esa onda.

Aquí se pegó una pausa para beber y enrolarse un cigarrillo. De tabaco. Al llevárselo a la boca y expulsar humo me di cuenta de que, efectivamente, su bigote estaba afeitado casi al ras y tenía unos cortes en la piel. También noté que le faltaba un diente, un canino, pero esto se lo preguntaría más adelante para no afectar su delicada vanidad.

Yo escuchaba la historia y sentía que eso como que pagaba los malos ratos que a veces uno pasaba con el Guaja. El Sergio seguramente pensaba algo parecido y sacaba como loco material para su podcast, porque miraba con los ojos muy abiertos y tenía su lata de cerveza suspendida en la gravedad.

Una vez fui con el Guaja a un bar de esos con mesitas en la calle, en Pedro de Valdivia. Al segundo schop, sin previo aviso, sacó dos comprimidos de Ritalin y empezó a molerlos con el salero, en la mesa. Enrolló un billete y se jaló dos líneas de polvo azul. Yo solo atiné a parpadear hartas veces. Jaló tan fuerte que en la mesa contigua un tipo con la tremenda espalda y un corte de pelo militar se dio vuelta y le empezó a echar puteadas por desubicado, por jalero, y se armó el escándalo. «Estoy aquí con mi señora», dijo. El Guaja contestó saludando a la señora con una genuflexión propia de un teatro victoriano. Nos sacaron cagando del local, yo pedí perdón de forma inespecífica y recibí de vuelta insultos igual de inespecíficos. Y eso no fue todo. A una cuadra, el Guaja saca de su mochila un desatornillador y parte corriendo de vuelta a la schopería diciendo que «al sapo le voy a pegar un puntazo en la raja».

Siguió contándonos, porque estaba desbloqueado. El cangrejo no tenía escapatoria y echaba espuma por la boca, y esa espuma estaba llena de todo lo que uno esperaba de una historia del Guaja.

—Me invitó a su casa un viernes en la noche. Yo dije «güena, esta es la mía». Compré falopa y un whisky, fui pa su casa y ¡pum!, nos tomamos media botella y ya estábamos encamados y dale que dale a lo perrito. Yo estaba todo adormecío y trataba de pensar en otra cosa.

—¿Por qué? —preguntó el Sergio—. ¿No te gustaba la señora?

—No, sí, obvio que me gustaba pero era media hedionda y ustedes saben que yo tengo un trauma con esa tontera.

Para entender este comentario es necesario conocer una anécdota en la cual el bigote del Guaja había sido protagonista. Hay veces en la vida en que las palabras sobran por completo. Eso le pasó a la mamá del Guaja cuando se enteró de que él, cuando cursaba el primer año de la carrera, estaba pololeando con una compañera de generación. Si se le puede llamar pololeo a eso. El Guaja vivía y tal vez vive aún en un departamento en Ñuñoa, junto a su madre y su hermana (que al parecer acababa de convertirse en madre). Una noche silenciosa en la que ellas estaban preocupadas porque el Guaja había estado tranquilo y callado, encerrado con llave en su pieza, escucharon la puerta principal cerrarse, tipo dos de la mañana. Entonces la madre sale y en el pasillo se topa al Guaja, que le dice: «No pasa nada, mamá, era una amiga». Hasta ahí todo bien. Después la madre abraza al hijo y le da un beso de buenas noches, y al acercarse a su mejilla siente el olor que emana del bigote. Al parecer la «amiga» era una «amiga» de mucha confianza y poca higiene. ¿Qué podría decir una madre? El Guaja me dijo que se quedó paralizada y que en la oscuridad él la veía con los ojos muy abiertos. Así la dejó y se fue a dormir. ¿Qué palabras podrían usarse? El silencio es el caballo desbocado del asombro.

—Y ustedes saben que para mí la hueá es personal —continuó el Guaja—…

Tomás Veizaga

Tomás Veizaga (Antofagasta, Chile, 1990). Reside desde el 2005 en Santiago y cuenta con estudios en Literatura y Derecho. Se especializa en narrativa breve. Ha publicado relatos en distintos medios impresos y digitales, incluyendo los cuentos La Calle de don Nicasio en Revista Nota al Margen y Fantasmas en Revista Elipsis. También participó de la antología de poesía y cuento Vereda Sur, de la Editorial Esperpentia.

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